Dos meses después de que las aguas del río Guadalupe volvieran a su cauce, la región central de Texas intenta reconstruirse sobre las cicatrices de una inundación que dejó más de un centenar de muertos y una comunidad fracturada. Lo que comenzó como un fin de semana festivo por el 4 de julio, se transformó en un lúgubre inventario de pérdidas. Hoy, con la distancia del tiempo, el foco ya no está solo en el dolor, sino en las incómodas preguntas sobre una tragedia que, según múltiples voces, fue tan predecible como devastadora.
El epicentro del desastre, el campamento cristiano para niñas Camp Mystic, se convirtió en el símbolo de la vulnerabilidad. Allí, la crecida súbita del río, que aumentó casi ocho metros en menos de una hora, se llevó la vida de 27 niñas y monitoras. La tragedia no fue un evento aislado, sino el clímax de una tormenta perfecta donde la furia de la naturaleza se encontró con la negligencia humana.
La noche del 4 de julio, mientras Texas celebraba, una tormenta de proporciones históricas descargaba hasta 380 milímetros de lluvia, el doble de lo pronosticado. El río Guadalupe, fuente de recreo veraniego, se convirtió en un torrente destructivo que arrasó con casas, vehículos y campamentos. Los relatos de los sobrevivientes pintan un cuadro de caos y desesperación. Jóvenes monitoras mexicanas, como Silvana Garza y María Paula Zárate, se convirtieron en heroínas anónimas al escribir los nombres de las niñas en sus brazos para una posible identificación post-mortem, mientras intentaban ponerlas a salvo. Otros, como el padre de familia RJ Harber, lograron alertar a sus vecinos, pero no pudieron salvar a sus propias hijas, cuyos cuerpos fueron encontrados kilómetros río abajo, con sus manos entrelazadas.
La respuesta oficial inicial se centró en la narrativa del desastre imprevisible. “Nadie sabía que este tipo de inundación venía”, declaró Rob Kelly, juez del condado de Kerr, epicentro de la tragedia. El gobernador Greg Abbott y el entonces presidente Donald Trump llamaron a la oración y declararon el estado de desastre, prometiendo recursos federales. Sin embargo, a medida que el agua bajaba, la narrativa de la fatalidad inevitable comenzó a desmoronarse.
El debate sobre la responsabilidad desnudó profundas grietas políticas y administrativas. Por un lado, funcionarios locales y estatales como Nim Kidd, jefe de la División de Gestión de Emergencias de Texas, apuntaron a la imprecisión de los pronósticos del Servicio Meteorológico Nacional (NWS). “Las previsiones eran claramente erróneas”, sentenció un funcionario de Kerrville.
Esta visión, sin embargo, fue rápidamente desafiada. Desde Washington, el líder demócrata del Senado, Chuck Schumer, solicitó una investigación formal, apuntando a un problema estructural: el desfinanciamiento y la falta de personal en el NWS. Se reveló que las oficinas responsables de la zona afectada, en San Angelo y San Antonio, operaban con vacantes críticas, incluyendo hidrólogos y meteorólogos coordinadores de alertas, puestos clave para la prevención. Estas ausencias se vincularon a los recortes presupuestarios y a la política de reducción de personal federal impulsada por la administración Trump, enmarcada en el "Proyecto 2025".
La disonancia es evidente: mientras una parte del espectro político culpaba a la herramienta (el pronóstico), la otra señalaba al artesano (el sistema debilitado por decisiones políticas). En medio, la ciudadanía expresaba su desamparo. “No escuché ninguna advertencia en absoluto”, relató a la prensa una residente de Hunt, resumiendo el sentir de muchos que se vieron sorprendidos por el agua en mitad de la noche.
La tragedia de 2025 no carecía de precedentes. En 1987, una inundación similar en la misma zona cobró la vida de diez adolescentes en un campamento religioso. Aquel evento generó un debate sobre la necesidad de instalar un sistema de alerta temprana con sirenas y medidores a lo largo del río Guadalupe. La propuesta, sin embargo, nunca se materializó. El juez Kelly, al ser consultado sobre la ausencia de dicho sistema, ofreció una respuesta que resuena con crudeza: “Los contribuyentes no lo pagarán”.
Esta declaración expone una verdad incómoda sobre la priorización del gasto público frente a la prevención de riesgos, especialmente en un contexto de creciente escepticismo hacia la inversión estatal y el cambio climático. La catástrofe no fue solo producto de una lluvia sin precedentes, sino también de una cultura que subestimó el riesgo y se resistió a la inversión preventiva, confiando en un sistema de comunicación informal que resultó fatalmente insuficiente ante la velocidad del desastre.
Hoy, la búsqueda de desaparecidos ha terminado, pero la búsqueda de responsables continúa. La tragedia del río Guadalupe ha dejado de ser una noticia de última hora para convertirse en un caso de estudio sobre la vulnerabilidad climática y la responsabilidad gubernamental. Las comunidades afectadas se encuentran en un largo proceso de recuperación emocional y material, mientras las familias de las víctimas exigen respuestas.
El tema no está cerrado. Ha evolucionado hacia un debate nacional sobre la necesidad de fortalecer los servicios públicos de emergencia, financiar adecuadamente la ciencia meteorológica y adaptar la infraestructura a una nueva realidad climática. La corriente se llevó vidas y hogares, pero también dejó al descubierto una negligencia sistémica que ahora, con la perspectiva del tiempo, la sociedad estadounidense está obligada a confrontar.