Han pasado más de sesenta días desde que los disparos interrumpieron un acto de campaña en el barrio Modelia de Bogotá, pero el eco de la violencia contra el precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay resuena aún con fuerza en el debate público colombiano. Mientras el senador del Centro Democrático avanza en una lenta y compleja recuperación, el atentado del 7 de junio ha trascendido el parte médico para convertirse en un crudo diagnóstico sobre la salud de la democracia en Colombia. El evento no solo dejó a un líder político al borde de la muerte, sino que también reabrió cicatrices que el país creía, o al menos esperaba, haber dejado atrás.
La tarde del 7 de junio, un joven de 15 años disparó a quemarropa contra Uribe Turbay, hiriéndolo de gravedad en la cabeza y la pierna. El atacante fue capturado casi de inmediato, pero la pregunta que paralizó a Colombia no fue quién apretó el gatillo, sino quién dio la orden. La respuesta, lejos de llegar, se ha enredado en una maraña de especulaciones y acusaciones que reflejan la profunda división del país.
Desde el primer momento, el espectro político reaccionó de manera predeciblemente antagónica. El gobierno del Presidente Gustavo Petro condenó el ataque como un atentado contra la democracia, ordenando una investigación exhaustiva para encontrar a los "autores intelectuales". Sin embargo, sus posteriores declaraciones, que apuntaban a investigar posibles fallas en el propio esquema de seguridad del senador —provisto por el Estado—, fueron interpretadas por la oposición como un intento de desviar la responsabilidad.
Por su parte, el Centro Democrático, liderado por el expresidente Álvaro Uribe Vélez, no tardó en enmarcar el suceso como la consecuencia directa del deterioro de la seguridad bajo la política de "Paz Total" del gobierno. Para ellos, el atentado era la prueba irrefutable de que las negociaciones con grupos armados han generado un clima de impunidad que envalentona a los violentos. Así, un acto que pudo haber generado un llamado a la unidad nacional se convirtió rápidamente en munición para la batalla política cotidiana.
El análisis del atentado revela al menos tres narrativas en conflicto que impiden un consenso nacional:
Para comprender la magnitud del impacto, es ineludible mirar al pasado. Miguel Uribe Turbay no es solo un político; es el hijo de Diana Turbay, la periodista secuestrada en 1990 y asesinada en 1991 por orden de Pablo Escobar. Es también nieto del expresidente Julio César Turbay Ayala, quien gobernó en una de las épocas más convulsas del país. El atentado de junio de 2025 no fue un hecho inédito, sino la repetición de una tragedia familiar que es, a su vez, la tragedia de Colombia.
Este ataque evocó inmediatamente los magnicidios de candidatos presidenciales como Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro en la antesala de las elecciones de 1990. La pregunta que flota en el aire es si Colombia está condenada a repetir sus ciclos de violencia política, o si este evento puede servir como un punto de inflexión para un pacto nacional contra la violencia, un anhelo que, por ahora, parece lejano.
Hoy, la investigación oficial sigue abierta. Aunque el autor material está identificado, la identidad de los cerebros detrás del plan sigue siendo un misterio. La Fiscalía General de la Nación maneja varias hipótesis, desde bandas criminales hasta motivaciones políticas extremas, pero no ha presentado avances concluyentes.
El tema, lejos de cerrarse, ha mutado. Ya no se trata solo de la salud de un senador, sino del estado de salud de todo un sistema político. El atentado contra Miguel Uribe Turbay ha dejado al descubierto la fragilidad de la paz y la facilidad con la que la violencia puede volver a ocupar el centro del escenario, recordándole a Colombia que sus fantasmas más oscuros nunca han dejado de acechar.