A más de dos meses de la brutal agresión que sufrió el conserje Guillermo Oyarzún, de 70 años, en un edificio de Vitacura, la captura en Brasil de su atacante, Martín de los Santos Lehmann, marca el fin de una bullada fuga y el comienzo de un proceso judicial que trasciende el caso particular. Lo que comenzó como un hecho de violencia repudiable, escaló hasta convertirse en un símbolo de las tensiones y cuestionamientos que enfrenta el sistema de justicia chileno, poniendo en el centro del debate la igualdad ante la ley, la efectividad de las medidas cautelares y el rol de la presión social.
La madrugada del 17 de mayo, Guillermo Oyarzún fue víctima de una golpiza que le provocó cinco fracturas faciales y la pérdida de la visión de un ojo y del sentido del olfato. Tras una formalización inicial, a De los Santos se le impusieron medidas cautelares consideradas insuficientes por la opinión pública y la víctima: firma mensual y prohibición de acercarse. Este fue el primer punto de inflexión.
El segundo y más dramático ocurrió el 23 de junio. Durante la audiencia de revisión de cautelares, solicitada por la parte querellante, el tribunal finalmente decretó la prisión preventiva. Sin embargo, De los Santos, compareciendo telemáticamente, protagonizó una escena de abierto desafío: fumando, bebiendo mate y acusando a la jueza de montar un "show mediático". Horas después se sabría la verdad: había salido de Chile el 19 de junio con destino a Brasil, aprovechando la ausencia de una orden de arraigo nacional.
La fuga desató una crisis de confianza. Mientras la PDI activaba una alerta roja de Interpol, De los Santos alimentaba la polémica desde el extranjero, enviando mensajes a medios de comunicación en los que se presentaba como una víctima del sistema. Su abogado defensor, el ex Defensor Nacional Carlos Mora Jano, renunció a su representación aludiendo a "diferencias irreconciliables", un gesto que subrayó la complejidad del imputado. Finalmente, el 2 de julio, tras una intensa colaboración policial internacional, fue detenido en Cuiabá, Brasil, cerca de la frontera con Bolivia, poniendo fin a su escape.
El caso expuso narrativas diametralmente opuestas que merecen ser analizadas sin buscar una falsa equivalencia:
Uno de los aspectos más reveladores del caso, y que permite entenderlo como un fenómeno y no un hecho aislado, es el historial de violencia de Martín de los Santos. Investigaciones periodísticas sacaron a la luz al menos ocho causas judicializadas previas por agresiones, varias de ellas con un modus operandi similar: violencia desmedida y posterior resolución a través de acuerdos reparatorios económicos. En 2023, por ejemplo, pagó $9 millones para cerrar un caso de lesiones en Pichilemu.
Este patrón instala una pregunta incómoda pero necesaria: ¿opera en Chile una justicia de clase donde la capacidad económica permite comprar la impunidad o, al menos, atenuar sistemáticamente las consecuencias de actos violentos? El caso De los Santos se convirtió en un espejo que refleja la percepción ciudadana de que no todos son iguales ante la ley, y que el dinero puede ser una herramienta eficaz para navegar las grietas del sistema penal.
Con Martín de los Santos detenido y en proceso de extradición, la narrativa ha entrado en una nueva fase. La atención se traslada desde la persecución policial al inminente juicio en Chile. Las preguntas clave ahora son otras: ¿Se logrará una condena efectiva que refleje la gravedad del delito y el daño causado? ¿Servirá este caso para revisar los protocolos sobre medidas cautelares para imputados con historiales de violencia reiterada? La historia de la agresión a Guillermo Oyarzún dejó de ser un simple caso policial; hoy es un examen público a la promesa de justicia en Chile.