A más de dos meses de que las cámaras de seguridad de Vitacura registraran la brutal agresión de Martín de los Santos contra Guillermo Oyarzún, un conserje de 70 años, la historia ha trascendido el mero acto delictual. La captura del agresor en Brasil, tras una fuga marcada por la provocación mediática, no cierra el caso; por el contrario, lo consolida como un incómodo símbolo que obligó a la sociedad chilena a mirarse en el espejo de sus propias desigualdades ante la ley.
El 17 de mayo, la violencia del ataque a Guillermo Oyarzún, quien resultó con la pérdida de visión en un ojo y la anulación del olfato, conmocionó a la opinión pública. Sin embargo, la indignación inicial mutó rápidamente hacia un cuestionamiento profundo del sistema judicial. Tras una primera formalización, De los Santos quedó con medidas cautelares de baja intensidad: firma mensual y prohibición de acercarse a la víctima. Esta decisión fue percibida por muchos como una muestra de indulgencia inexplicable.
La narrativa dio un giro dramático el 23 de junio. Durante una audiencia telemática para revisar dichas medidas, De los Santos compareció desde un lugar desconocido, con una actitud que fue calificada de desafiante: fumando un vaporizador y tomando mate mientras encaraba a la magistrada. Cuando el tribunal finalmente decretó su prisión preventiva, ya era tarde. De los Santos se desconectó y se convirtió en prófugo, dejando en evidencia las vulnerabilidades de los procedimientos judiciales a distancia y la aparente facilidad con la que se pueden eludir las responsabilidades.
Lo que siguió fue un espectáculo mediático orquestado por el propio fugitivo. Desde la clandestinidad, utilizó sus redes sociales para construir una narrativa exculpatoria, presentándose como víctima de un complot, de agresiones previas e incluso de una "sumisión química" en un club nocturno. Su audacia llegó al punto de publicar comunicados en tres idiomas y utilizar sin autorización el logo de las Naciones Unidas, en un intento por legitimar su posición y desacreditar la orden de captura internacional en su contra.
El caso expuso con crudeza dos realidades chilenas que raramente colisionan de forma tan visible. Por un lado, la de Martín de los Santos, cuya defensa y comportamiento posterior a la agresión denotaban un sentimiento de impunidad. Su estrategia no solo buscaba atenuar su responsabilidad penal, sino también controlar la narrativa pública, un recurso al alcance de pocos.
En el otro extremo, la voz de la familia de Guillermo Oyarzún resonó con una fuerza que interpeló a todo el país. La declaración de su esposa al noticiero 24 Horas se convirtió en el epicentro del debate sobre la justicia de clase: "Si mi marido hubiera golpeado a uno de allá de Vitacura, les aseguro que mi marido estaría detenido (...) Porque ellos sí pueden hacer lo que quieren, pisotear, hacer lo que quieran con la gente, y siempre va a haber una mamita y un papito detrás que lo van a estar salvando". Sus palabras no fueron interpretadas como un simple desahogo, sino como el diagnóstico preciso de una percepción social profundamente arraigada.
La renuncia de su abogado defensor, el ex defensor nacional Carlos Mora, alegando "diferencias irreconciliables", añadió otra capa de complejidad, sugiriendo que la conducta del imputado era insostenible incluso para su propia representación legal.
El caso de Martín de los Santos no es un hecho aislado. Se inscribe en una larga historia de episodios que han alimentado la percepción de que en Chile existen dos justicias: una para la élite y otra para el ciudadano común. La secuencia de eventos —una agresión grabada, medidas cautelares leves, una fuga anunciada y una captura internacional— funcionó como un catalizador que obligó a discutir abiertamente sobre el privilegio, la efectividad de las instituciones y la igualdad ante la ley.
Actualmente, con De los Santos detenido en Brasil y a la espera de un proceso de extradición que ya fue acogido por la justicia chilena, la fase de la persecución ha terminado. Sin embargo, el debate que su fuga desató sigue vigente. El sistema judicial enfrentará el desafío de llevar a término un proceso que será observado con lupa por una ciudadanía que ya no solo exige un castigo para el culpable, sino también respuestas y reformas que garanticen que la balanza de la justicia no se incline por el peso del código postal o la cuenta bancaria. El caso está lejos de cerrarse; sus ecos seguirán resonando en las discusiones sobre el Chile que somos y el que aspiramos a ser.