Las aguas del río Guadalupe han vuelto a su cauce, pero la tierra que dejaron atrás en Texas está marcada por algo más profundo que el lodo y los escombros. La inundación de julio de 2025, que cobró más de un centenar de vidas en una embestida brutalmente rápida, no fue un evento aislado. Fue una señal, un violento anticipo de los futuros que se disputan el siglo XXI. Más allá del duelo, la tragedia funciona como un laboratorio a cielo abierto donde se observan las tensiones que definirán nuestra capacidad para sobrevivir a la era de la inestabilidad climática: la confianza en la ciencia, la responsabilidad del Estado y la cohesión de la comunidad.
La respuesta a la catástrofe de Texas se bifurca en al menos tres narrativas de futuro, cada una con sus propias lógicas y consecuencias a mediano y largo plazo.
Las voces que emergieron de la tragedia dibujan un mapa de intereses y visiones contrapuestas. El gobierno de Texas, con su énfasis en la oración, apela a una base cultural que valora la autosuficiencia y la fe por sobre la intervención estatal. En contraste, las críticas sobre el desmantelamiento del NWS bajo el “Proyecto 2025” apuntan a una responsabilidad política directa, donde las decisiones presupuestarias tienen consecuencias mortales. Los sobrevivientes, con sus relatos de terror y pérdida, encarnan la realidad humana que queda atrapada entre estas dos visiones: la de un universo regido por la providencia y la de un sistema cuyas fallas son medibles y, por tanto, prevenibles.
La inundación de Texas evoca inevitablemente el fantasma del huracán Katrina en 2005. Sin embargo, la diferencia es crucial para entender el futuro. Katrina expuso una incompetencia nacida de la negligencia pasiva y el racismo sistémico. La tragedia de Texas, en cambio, sugiere una vulnerabilidad creada por un desmantelamiento activo y deliberado de las capacidades científicas del Estado. Si Katrina fue una herida abierta por el abandono, lo de Texas se asemeja a una hemorragia causada por una política que ve a la ciencia y la regulación como adversarios. Este patrón, de repetirse, apunta a un futuro donde los desastres no solo serán más frecuentes, sino que estarán directamente vinculados a decisiones ideológicas.
El futuro más plausible no será la victoria de un único escenario, sino una coexistencia conflictiva de los tres. Veremos una carrera tecnológica por la predicción y la defensa climática, pero su acceso será desigual. La resiliencia comunitaria se fortalecerá en algunos lugares, pero como un mecanismo de supervivencia ante el vacío institucional, no como un complemento. La política seguirá utilizando las catástrofes como combustible para su polarización.
El riesgo mayor es la normalización de la catástrofe. Que eventos con más de 100 muertos dejen de ser un shock nacional para convertirse en una estadística estacional, un “costo aceptable” en la nueva normalidad climática. La oportunidad latente, aunque frágil, reside en que la memoria de las víctimas de Texas se transforme en una demanda ciudadana sostenida por un nuevo contrato social. Un contrato que reconozca que, frente al poder de la naturaleza alterada por el hombre, ni la fe por sí sola ni la tecnología para unos pocos serán suficientes. La pregunta que queda flotando sobre las aguas del río Guadalupe es si la próxima vez la respuesta será un esfuerzo colectivo o, de nuevo, un sálvese quien pueda.