El reciente fallecimiento de Mario Vargas Llosa no solo significó el adiós al último gigante del Boom Latinoamericano, sino también la apertura de un nuevo capítulo en la evaluación de su legado. A meses de su partida, el eco de sus palabras resuena con especial fuerza en Chile y el resto del continente, obligando a una reflexión pausada sobre una de las figuras más complejas e influyentes del siglo XX hispanoamericano. Vargas Llosa no fue solo un escritor; fue un intelectual público en el sentido más clásico y, por ende, más incómodo del término: un hombre cuya pluma cartografió las estructuras del poder y cuya voz nunca rehuyó la arena política, a menudo para desafiar a sus propios aliados.
Su obra literaria, coronada con el Premio Nobel en 2010, es un monumental fresco de las patologías latinoamericanas: la corrupción endémica en “Conversación en La Catedral”, el fanatismo mesiánico en “La guerra del fin del mundo” o la brutalidad de las dictaduras en “La fiesta del Chivo”. Sin embargo, a diferencia de otros autores, Vargas Llosa no se contentó con diagnosticar los males desde la ficción. Decidió intervenir directamente, en un trayecto ideológico que lo llevó desde una simpatía juvenil por la Revolución Cubana hasta un liberalismo acérrimo, gatillado por la decepción con el autoritarismo de izquierda, cuyo punto de quiebre fue el emblemático “Caso Padilla” en 1971.
La derrota en las elecciones presidenciales de Perú en 1990 frente a Alberto Fujimori no lo apartó del debate público. Al contrario, lo consolidó como un polemista global. Su liberalismo, inspirado en pensadores como Karl Popper e Isaiah Berlin, no era una mera doctrina económica, sino una defensa integral de la libertad individual, la democracia y el Estado de derecho. Esta postura lo convirtió en una figura paradójica: mientras era celebrado por sectores de la centroderecha regional, como el expresidente Sebastián Piñera, también se erigía como uno de sus críticos más feroces.
En Chile, esta tensión fue particularmente visible. En 2017, Vargas Llosa acuñó el término “derecha cavernaria” para referirse a los sectores conservadores que se oponían a la ley de aborto en tres causales, acusándolos de “no entender lo que son los Derechos Humanos”. Su enfrentamiento más recordado, sin embargo, fue con el pensador libertario Axel Kaiser en 2018. Cuando Kaiser intentó matizar la dictadura de Pinochet como “menos mala” que las de izquierda, el Nobel lo interrumpió con una indignación categórica: “Esa pregunta yo no te la acepto. No, las dictaduras son todas malas (...) el precio que se paga por eso es intolerable e inaceptable”. Este episodio desnudó la diferencia fundamental entre su liberalismo democrático y las corrientes libertarias que, en ocasiones, relativizan las violaciones a los derechos humanos en función de resultados económicos, una tensión que sigue viva en la derecha chilena.
La coherencia de Vargas Llosa en su rechazo a todos los autoritarismos no lo eximió de contradicciones y juicios políticos que el tiempo demostró errados. El escritor Jaime Bayly, quien transitó de protegido a adversario, relata una relación marcada por el afecto intelectual y las rupturas políticas. Vargas Llosa apoyó decididamente a candidatos presidenciales en Perú como Alejandro Toledo y Ollanta Humala, viéndolos como un mal menor frente a otras opciones. Ambos terminarían procesados y encarcelados por corrupción, en el marco del megaescándalo Lava Jato que el propio escritor tanto había denunciado en sus columnas. Sus enemistades eran tan públicas como sus adhesiones, llamando a Bayly “payaso” y “bufón” por oponerse a sus candidatos, lo que revela a un hombre de convicciones firmes, pero también de pasiones que a veces nublaron su análisis.
Esta faceta del “intelectual comprometido” lo muestra como un personaje falible, cuyas intervenciones en la política contingente no tuvieron la misma clarividencia que su obra literaria. Para sus críticos de izquierda, su liberalismo a ultranza sirvió para legitimar políticas económicas de libre mercado con altos costos sociales. Para sus detractores en la derecha, fue un aliado incómodo, un purista que se negaba a aceptar los pragmatismos y las justificaciones que a menudo acompañan al poder.
Hoy, el legado de Mario Vargas Llosa permanece en disputa. Su obra literaria es indiscutible, un patrimonio universal que sigue ofreciendo claves para entender las complejidades del alma humana y las perversiones del poder. Pero su figura política sigue siendo un campo de batalla. Su muerte no ha cerrado la conversación; la ha hecho más necesaria.
En un continente que vuelve a coquetear con populismos de distinto signo y donde la memoria histórica es un terreno frágil, la voz de Vargas Llosa, con sus aciertos, errores y férreas convicciones, sigue siendo un punto de referencia ineludible. Nos obliga a preguntarnos por el rol del intelectual, por los límites entre la palabra y la acción, y sobre todo, nos confronta con la idea de que la defensa de la democracia es una tarea diaria e intransigente, una lección que, para él, estaba por encima de cualquier ideología.