El eco de las explosiones de la “Operación Sindoor” de mayo de 2025 no solo se sintió en las zonas fronterizas de Pakistán, sino que resonó en las capitales de todo el mundo, marcando un punto de inflexión en la frágil paz del sur de Asia. Más que una simple represalia por el atentado en Pahalgam, los ataques aéreos indios inauguraron una nueva y peligrosa doctrina: la del conflicto preventivo y limitado como herramienta estándar de política exterior. Lo que antes eran líneas rojas inviolables —ataques directos en territorio paquistaní no disputado— ahora parecen haberse convertido en una opción táctica aceptable para Nueva Delhi. Esta normalización de la agresión controlada proyecta un futuro de inestabilidad estratégica, donde el umbral para el conflicto armado se ha reducido peligrosamente.
La crisis de mayo no fue un evento aislado, sino la culminación de una tendencia. Sigue el patrón de los ataques aéreos de Balakot en 2019, pero con una diferencia crucial: la escala, la justificación pública y la aparente indiferencia ante el riesgo de una escalada mayor. La narrativa india de una “acción focalizada, mesurada y de naturaleza no escalatoria” choca frontalmente con la denuncia paquistaní de un ataque contra civiles, incluyendo una mezquita. Esta disonancia no es solo retórica; es el núcleo de un futuro donde la guerra de la información y la justificación de la violencia se vuelven tan importantes como la acción militar misma.
A medida que el polvo se asienta, tres escenarios plausibles emergen para el futuro de la región, cada uno con profundas implicaciones globales.
Desde la perspectiva de Nueva Delhi, la “Operación Sindoor” es una apuesta calculada. El gobierno indio, probablemente impulsado por presiones políticas internas y una visión de sí mismo como potencia regional dominante, cree que esta nueva doctrina disuade el terrorismo y refuerza su prestigio. La apuesta es que Pakistán, económicamente más débil y con menor poder convencional, no se arriesgará a una guerra total y terminará absorbiendo los ataques.
Para Islamabad, el dilema es existencial. No puede permitirse parecer débil ante su propia población y el mundo, pero tampoco puede ganar una guerra convencional. Su estrategia futura probablemente se centrará en fortalecer sus capacidades asimétricas, buscar un mayor respaldo de China y utilizar su arsenal nuclear como disuasivo final. La promesa de que la agresión “no quedará impune” sugiere que la respuesta podría no ser inmediata ni convencional, abriendo la puerta a represalias en otros dominios.
El legado más duradero de la crisis de mayo de 2025 es la erosión de las normas que han evitado una guerra a gran escala entre dos potencias nucleares durante más de medio siglo. El futuro no parece encaminarse hacia una resolución pacífica del conflicto de Cachemira, sino hacia una “inestabilidad estratégica gestionada”, donde ambas partes juegan con fuego creyendo que pueden controlar las llamas.
La tendencia dominante es la de una India más audaz y un Pakistán forzado a innovar en sus métodos de disuasión. El mayor riesgo ya no es una guerra planificada, sino una escalada accidental nacida de un error táctico o una mala interpretación de las intenciones del adversario. Paradójicamente, la única oportunidad latente en este sombrío panorama es que la evidente peligrosidad del nuevo statu quo obligue a ambas naciones, con la mediación de la comunidad internacional, a crear canales de comunicación de crisis más robustos. Sin embargo, por ahora, la sombra de Sindoor se proyecta larga, oscureciendo el futuro de Asia con la amenaza latente de un conflicto cuyas consecuencias serían, verdaderamente, globales.