Hace poco más de dos meses, el nombre de un taller artístico, "Prácticas de Culo", se transformó en un inesperado epicentro del debate nacional. Lo que comenzó como una controversia viral en redes sociales, escaló hasta convertirse en una pugna política y cultural de alta intensidad. Hoy, con la inmediatez del escándalo ya disipada, es posible analizar con mayor profundidad las capas de un conflicto que, lejos de ser una anécdota, funcionó como un espejo de las tensiones que atraviesan a la sociedad chilena: la batalla por la definición de la cultura, los límites de la libertad de expresión y, en el fondo, la lucha por el control del financiamiento público.
La historia evolucionó a una velocidad vertiginosa. La difusión del taller, alojado en un centro cultural, provocó una reacción inmediata y masiva. Sectores conservadores y figuras de la oposición política no tardaron en calificar la iniciativa como un ejemplo de "derroche de recursos públicos" y una afrenta a la moral y las "buenas costumbres". La presión fue tal que el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio emitió un comunicado desmarcándose, aclarando que la actividad no recibía financiamiento directo de su cartera. Este gesto, interpretado por algunos como una necesaria rendición de cuentas y por otros como una claudicación ante el pánico moral, echó más leña al fuego.
El debate abandonó rápidamente el mérito artístico del taller para instalarse en el terreno de la guerra cultural. Por un lado, se argumentó que el Estado no debía financiar expresiones que una parte significativa de la ciudadanía considera ofensivas o triviales. Por otro, artistas, gestores culturales y voces progresistas defendieron el taller como un acto de libertad creativa, enmarcando las críticas como un intento de censura y un peligroso precedente para la autonomía del arte. La polémica se convirtió en un arma arrojadiza en un clima político ya polarizado, donde cualquier evento es susceptible de ser instrumentalizado para atacar al adversario, como se ha visto en otros episodios de violencia simbólica entre facciones políticas durante el mismo período.
Para comprender la magnitud del choque, es crucial exponer las narrativas en pugna sin intentar neutralizarlas:
Este episodio no es un hecho aislado. Se inscribe en una larga historia de tensiones en Chile sobre qué cultura debe ser fomentada por el Estado. Desde polémicas por muestras de arte visual en décadas pasadas hasta debates sobre el contenido de textos escolares, la pregunta de fondo es siempre la misma: ¿Debe el Estado actuar como un mecenas neutral que fomenta la diversidad de expresiones, incluidas las más disruptivas, o como un guardián de ciertos valores comunitarios? La precariedad del sector cultural, altamente dependiente de los fondos concursables, agudiza esta tensión, ya que la amenaza de perder financiamiento puede generar autocensura y limitar la audacia creativa.
Hoy, el taller "Prácticas de Culo" es historia. Sin embargo, las preguntas que desató siguen vibrando en el ecosistema cultural y político. El debate sobre los criterios de asignación de fondos públicos está lejos de cerrarse y la polarización ideológica continúa utilizando la cultura como uno de sus campos de batalla predilectos.
Quizás, para ampliar la perspectiva, sirva una curiosa paradoja contemporánea. Mientras en Chile la anatomía humana desataba una crisis sobre los valores, la Iglesia Ortodoxa Rusa elogiaba a la serie animada estadounidense "Los Simpson" como un modelo positivo de "familia tradicional". Este hecho, aparentemente inconexo, desnuda lo arbitrario y geográficamente relativo de las guerras culturales. Nos obliga a preguntarnos con mayor agudeza: ¿Quién tiene la autoridad para definir lo que es cultura aceptable? ¿Y qué dice de una sociedad cuando el debate se centra más en el nombre de un taller que en las condiciones estructurales que enfrentan sus artistas?