En los últimos meses, una serie de eventos aparentemente inconexos han comenzado a dibujar el contorno de un fenómeno continental: la Gran Expulsión. No se trata simplemente de un endurecimiento de las políticas migratorias de Estados Unidos, sino de la implementación de una maquinaria de deportación masiva, con una meta de 3.000 arrestos diarios, que opera con una lógica industrial y consecuencias que se extienden mucho más allá de sus fronteras. Las imágenes de migrantes formando un "SOS" humano en un patio de Texas, la llegada de un vuelo con 45 chilenos deportados a Santiago, y los acuerdos para externalizar la reclusión de presos a El Salvador no son anécdotas aisladas; son las señales tempranas de un futuro que ya está en marcha y que redefine las relaciones en todo el hemisferio.
La estrategia de deportación masiva está transformando a América Latina en un receptor forzoso de crisis humanas complejas. El impacto más inmediato es la presión sobre los países de origen, que deben acoger a ciudadanos que, en muchos casos, han perdido todo vínculo con su tierra natal. Los testimonios de los chilenos deportados, que denuncian maltrato y un desarraigo profundo tras años en Estados Unidos, son un presagio de los desafíos de reintegración que enfrentarán los gobiernos de la región.
Sin embargo, la dinámica se vuelve aún más compleja con la "externalización" del sistema punitivo. El acuerdo con El Salvador para acoger no solo a migrantes sino también a reos estadounidenses abre una caja de Pandora. Este modelo podría crear un "mercado de la encarcelación", donde países con sistemas penitenciarios frágiles o autoritarios ofrezcan sus servicios a cambio de beneficios económicos o políticos. Esto no solo genera un dilema ético, sino que también amenaza con desestabilizar a los países receptores, que deberán gestionar poblaciones carcelarias ajenas y potencialmente peligrosas.
A esta mezcla se suma la aparición de una nueva categoría de vulnerabilidad: los apátridas de facto. El caso de Jermaine Thomas, nacido en una base militar estadounidense y deportado a Jamaica —un país que no lo reconoce—, ilustra una consecuencia extrema pero plausible a mayor escala. A medida que la burocracia de la deportación se acelera, es probable que más individuos caigan en limbos legales, sin nacionalidad reconocida y sin acceso a derechos básicos, creando una población fantasma que ningún Estado quiere asumir.
La nueva doctrina migratoria estadounidense obliga a los países latinoamericanos a recalibrar sus estrategias diplomáticas. La relación ya no se basa en la cooperación tradicional, sino en una negociación asimétrica donde la amenaza de sanciones, aranceles o la exclusión de programas como la Visa Waiver se convierte en la principal herramienta de presión.
Para Chile, el escenario es particularmente delicado. La deportación de sus ciudadanos, vinculada mediáticamente en EE.UU. a bandas de "lanzas internacionales", pone en riesgo directo la permanencia en el programa de exención de visa, un activo estratégico para el país. El gobierno chileno se ve forzado a caminar sobre una cuerda floja: por un lado, debe proteger a sus connacionales y gestionar su retorno; por otro, debe colaborar con una administración que exige un mayor intercambio de información y un control más estricto, lo que podría ser visto como una cesión de soberanía.
Este panorama podría generar dos futuros divergentes para la región. Uno es la fragmentación, donde cada país negocia individualmente sus condiciones con Estados Unidos, compitiendo por evitar el castigo y obtener favores. El otro, una oportunidad latente, es la creación de un frente común latinoamericano para negociar en bloque, estableciendo estándares mínimos de trato a los deportados y compartiendo la carga de la reintegración. La dirección que tome dependerá de la capacidad de los liderazgos regionales para superar sus diferencias ideológicas frente a una crisis compartida.
La Gran Expulsión no es solo una política exterior, es también el reflejo y catalizador de una profunda fractura en la sociedad estadounidense. Las masivas protestas del movimiento "No Kings" y la respuesta del gobierno de intensificar las redadas en ciudades santuario evidencian una batalla por el alma del país. Este conflicto entre autoridades federales, estatales y locales, y entre facciones de la ciudadanía, genera una inestabilidad interna con efectos económicos tangibles.
Sectores clave como la agricultura, la construcción y los servicios, altamente dependientes de la mano de obra migrante, ya enfrentan disrupciones. Esta tensión económica podría crear alianzas inesperadas entre lobbies empresariales, tradicionalmente conservadores, y organizaciones de derechos humanos, ambos interesados, por distintas razones, en frenar la sangría de trabajadores. Si la crisis económica se agudiza, la presión interna podría convertirse en el principal factor moderador de las políticas de deportación.
La tendencia dominante apunta a la consolidación de la seguridad como el único prisma para abordar la migración en las Américas. El discurso que criminaliza al migrante parece destinado a perdurar, normalizando prácticas que hasta hace poco eran impensables.
El riesgo mayor es una crisis humanitaria en cascada. Países desbordados por la llegada de deportados podrían ver un aumento de la inestabilidad social y la criminalidad, lo que a su vez podría alimentar nuevas olas migratorias, creando un círculo vicioso de expulsión y éxodo. Las rupturas diplomáticas y la erosión de los marcos de derechos humanos son peligros inminentes en este escenario.
No obstante, toda crisis alberga una oportunidad latente. Para América Latina, es la posibilidad de forjar una política migratoria regional autónoma y solidaria. Para Chile, es un llamado a modernizar sus redes consulares y sus políticas de reintegración, reconociendo que la diáspora, incluso la forzada, es parte de la nación. El futuro no está escrito, pero las decisiones que se tomen hoy —en Washington, en Santiago, en San Salvador y en cada capital del continente— determinarán si la Gran Expulsión se convierte en el capítulo más oscuro de la historia migratoria de las Américas o en el doloroso catalizador de un nuevo paradigma de cooperación.