El caso de Martín de los Santos, el asesor inmobiliario que agredió brutalmente a un conserje en Vitacura, huyó del país y protagonizó un desafío mediático a la justicia, ha dejado de ser una simple crónica roja. A más de 90 días de la agresión inicial, el episodio se ha decantado como un fenómeno cultural y judicial: un espejo roto que refleja las tensiones latentes de la sociedad chilena. Su importancia no radica únicamente en la violencia del acto o en la audacia de la fuga, sino en las preguntas que proyecta hacia el futuro sobre la igualdad ante la ley, el poder de la viralización y la resiliencia de las instituciones en la era digital.
El origen del conflicto activó de inmediato un arquetipo profundamente arraigado en el imaginario chileno: el del privilegio y la impunidad. La agresión ocurrió en Vitacura, uno de los epicentros de la élite del país. La víctima, Guillermo Oyarzún, un trabajador de 70 años. El agresor, un joven con redes y recursos. La primera respuesta del sistema judicial —medidas cautelares de baja intensidad— fue interpretada por una parte importante de la ciudadanía no como un procedimiento estándar, sino como la confirmación de una justicia diferenciada.
Esta percepción se consolidó cuando De los Santos, en una audiencia telemática donde se le decretó prisión preventiva, no solo desafió a la jueza sino que lo hizo desde la comodidad de su refugio en el extranjero. El acto de fumar, tomar mate y acusar un “show mediático” mientras estaba prófugo no fue solo una muestra de desacato, sino una performance de poder que resonó como un eco de desigualdades históricas. La pregunta que queda suspendida es si este caso servirá como catalizador para revisar los criterios de las medidas cautelares en delitos violentos, buscando neutralizar la percepción de sesgo socioeconómico.
La estrategia de Martín de los Santos desde Brasil inaugura un arquetipo que veremos con mayor frecuencia: el fugitivo digital. A diferencia del prófugo tradicional que busca el anonimato, De los Santos persiguió la fama. Utilizó sus redes sociales y envió mensajes a medios de comunicación no para esconderse, sino para construir una contra-narrativa: la de un perseguido por un sistema injusto y mediático. Se presentó como un conocedor de sus derechos, citando el “hábeas corpus” y el “debido proceso”, transformando su fuga en una supuesta lucha por garantías legales.
Este fenómeno plantea escenarios futuros complejos:
El caso De los Santos actúa como un test de estrés para el sistema judicial chileno, forzando la evaluación de sus protocolos y su capacidad de respuesta. Las consecuencias a mediano y largo plazo podrían bifurcarse.
Una posibilidad es un endurecimiento reactivo. Para evitar futuras acusaciones de clasismo, los tribunales podrían adoptar una postura sistemáticamente más severa en la aplicación de la prisión preventiva, especialmente en casos de alta connotación pública. El “efecto De los Santos” podría limitar la discrecionalidad judicial, generando un sistema más rígido que, en su afán por demostrar imparcialidad, podría afectar el principio de presunción de inocencia en otros contextos.
Una alternativa más constructiva es la de la modernización adaptativa. El caso podría impulsar reformas críticas: un marco legal más robusto para las audiencias telemáticas que impida su uso para evadir la justicia; la creación de unidades especializadas en la persecución de delitos en entornos digitales y transfronterizos; y, sobre todo, un esfuerzo proactivo de las instituciones por comunicar sus decisiones de manera transparente para contrarrestar la desinformación y la percepción de arbitrariedad.
El caso de Martín de los Santos es mucho más que la historia de un hombre. Es el reflejo de una sociedad que desconfía de sus élites y de la imparcialidad de sus instituciones. Su performance como fugitivo digital, aunque finalmente frustrada, ha revelado una nueva frontera donde la fama, la tecnología y el desafío a la autoridad se entrelazan.
El futuro no está escrito. La trayectoria de este caso y sus secuelas determinarán si se convierte en un precedente para una justicia más equitativa y adaptada a los nuevos tiempos, o si, por el contrario, se consolida como un cínico recordatorio de que en el siglo XXI, la impunidad puede ser transmitida en vivo. La reflexión que nos deja el espejo roto de Vitacura es si seremos capaces, como sociedad, de reparar la imagen que nos devuelve.