El anuncio del Presidente Gabriel Boric de transformar el Centro de Cumplimiento Penitenciario Punta Peuco en un recinto para reos comunes es mucho más que el fin de una cárcel. Es el cierre de un símbolo y, simultáneamente, la apertura de múltiples futuros posibles para Chile. La decisión, largamente esperada por agrupaciones de víctimas y sectores de la izquierda, no clausura un debate, sino que lo reactiva con una fuerza inusitada, proyectando sus tensiones sobre la arena política, judicial y cultural de la próxima década. La pregunta ya no es si Punta Peuco debía cerrar, sino qué sociedad emergerá de las consecuencias de este acto.
El futuro más inmediato y predecible es la instrumentalización del cierre como un arma electoral. La medida se ha convertido en una línea divisoria clara para la próxima elección presidencial. Por un lado, el oficialismo y sus candidatos la enarbolan como una victoria moral, un acto de justicia reparatoria que pone fin a privilegios inaceptables. Por otro, la derecha, liderada por figuras como José Antonio Kast, ha respondido rápidamente, no oponiéndose frontalmente al cierre, sino desplazando el eje del debate hacia los "indultos humanitarios". Al plantear la posibilidad de liberar a reos por edad o enfermedad, Kast no solo apela a su base más dura, sino que también busca presentar a sus adversarios como revanchistas, insensibles al sufrimiento de ancianos, independientemente de sus crímenes.
Este marco asegura que la memoria de la dictadura, lejos de ser un tema de consenso histórico, volverá a ser un campo de batalla electoral. Las encuestas, como la que mostró un amplio rechazo a la relativización de las muertes durante el régimen militar, indican que existe una mayoría social sensible a la defensa de los derechos humanos. Sin embargo, la polarización tiende a simplificar el debate, forzando a los ciudadanos a elegir entre dos narrativas irreconciliables: la de la justicia sin concesiones o la de la reconciliación a través del perdón o el olvido pragmático. Si esta tendencia se mantiene, el país podría enfrentar un ciclo electoral donde el pasado pese más que las propuestas de futuro para problemas urgentes como la seguridad o la economía.
Una vez que el ruido político amaine, el conflicto se trasladará a los tribunales. Las defensas de los exmilitares ya preparan ofensivas legales, argumentando que el traslado a cárceles comunes, sin las condiciones adecuadas para su perfil etario y sanitario, constituye un trato cruel e inhumano. Este escenario abre un laberinto judicial de consecuencias impredecibles. Se interpondrán recursos de protección y se recurrirá a instancias internacionales, planteando una pregunta incómoda para el Estado chileno: ¿los victimarios de crímenes de lesa humanidad conservan intactos todos sus derechos como personas privadas de libertad, incluyendo el derecho a morir en condiciones dignas o en sus domicilios?
La respuesta a esta pregunta no es simple y pondrá a prueba la coherencia del sistema. Instituciones como el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), ahora con la ex canciller Antonia Urrejola en su consejo, jugarán un rol crucial, viéndose obligadas a fiscalizar las condiciones de todos los reos, incluidos aquellos cuyos actos buscaron destruir el tejido mismo de los derechos humanos. Este proceso podría derivar en una nueva jurisprudencia sobre el cumplimiento de penas para reos de edad avanzada, sentando un precedente que podría ser visto como un avance humanitario por unos o como una forma de impunidad encubierta por otros.
Más allá de la política y la justicia, el cierre de Punta Peuco impacta directamente en la construcción de la memoria colectiva. Para las víctimas, el acto tiene un profundo valor simbólico. Como lo describe James Hamilton al hablar del abuso, el trauma es "una bala que sigue dando vueltas en el cuerpo". El fin de un penal exclusivo para violadores de derechos humanos es un paso necesario para detener, al menos simbólicamente, esa bala.
Sin embargo, este hito abre dos caminos divergentes. El primero es que, al eliminarse el último vestigio de un trato preferencial, se incentive a algunos reos a romper los pactos de silencio a cambio de beneficios penitenciarios, aportando información crucial sobre el paradero de detenidos desaparecidos. El segundo, y quizás más probable, es que la medida endurezca las posiciones, reforzando la cohesión interna del grupo y su negativa a colaborar, viéndose a sí mismos como las últimas víctimas de una persecución política.
El futuro de la memoria dependerá de qué narrativa logre imponerse. ¿Será la del "nunca más", fortalecida por un Estado que no hace distinciones ante la ley? ¿O será la de una derecha que logre instalar la idea de que el cierre fue un acto de "odio" que impide la reconciliación nacional? La ausencia de un relato compartido sobre el pasado seguirá siendo la principal fuente de fragmentación de Chile.
El cierre de Punta Peuco no es un punto final, sino un poderoso reactivador de conflictos latentes. No conduce a un único futuro, sino que abre un abanico de posibilidades interconectadas. El escenario más probable es una combinación de polarización política aguda en el corto plazo y una larga batalla judicial en el mediano plazo. El riesgo mayor es que esta confrontación perpetúe las divisiones históricas, impidiendo que la sociedad chilena aborde de manera madura las heridas que se niegan a cicatrizar. La oportunidad, aunque remota, reside en que este debate, por doloroso que sea, obligue al país a una reflexión más profunda sobre el significado de la justicia, los límites del castigo y el verdadero camino hacia una reconciliación que no se base en el olvido, sino en una verdad y una justicia que alcancen a todos por igual.