A más de dos meses de que el mundo contuviera la respiración, la crisis geopolítica de junio de 2025 entre Estados Unidos e Irán ya no ocupa los titulares inmediatos. La calma que sucedió al alto el fuego del 24 de junio es, sin embargo, una paz precaria que dejó profundas lecciones estratégicas. Con la distancia del tiempo, es posible analizar no solo la cadena de ataques y represalias, sino las fisuras políticas, las narrativas contrapuestas y el reequilibrio de poder que aquel episodio dejó al descubierto.
La crisis no fue un estallido espontáneo, sino la culminación de una tensión alimentada por años. El primer movimiento fue de Israel, que el 13 de junio lanzó una ofensiva contra instalaciones nucleares iraníes. La justificación, según Tel Aviv, era nueva información de inteligencia que apuntaba a que Teherán estaba desarrollando un sistema de detonación para un arma nuclear. Sin embargo, como se supo días después, las agencias de inteligencia estadounidenses no estaban convencidas de que los datos demostraran una intención activa de construir una bomba, sembrando la primera duda sobre la legitimidad de la ofensiva.
La respuesta inicial del presidente estadounidense, Donald Trump, fue una mezcla de amenaza y negociación forzada. "Esto solo puede empeorar", declaró, instando a Irán a un acuerdo. Pero tras bambalinas, la Casa Blanca enfrentaba sus propias contradicciones. La doctrina "America First" se fracturó públicamente cuando figuras mediáticas influyentes como Tucker Carlson, un pilar del ala aislacionista, confrontaron duramente a republicanos intervencionistas como el senador Ted Cruz, acusándolos de empujar al país a una guerra sin entender sus consecuencias. "Nadie sabe qué voy a hacer", afirmaba Trump, reflejando no solo su estilo impredecible, sino también la batalla ideológica dentro de su propio movimiento.
La ambigüedad terminó el 21 de junio. Bombarderos B-2 estadounidenses atacaron las instalaciones de enriquecimiento de uranio en Fordo, Natanz e Isfahán. Trump proclamó un "éxito militar espectacular", asegurando que las capacidades nucleares de Irán habían sido "total y completamente destruidas". Era una declaración de victoria unilateral diseñada para cerrar el conflicto bajo sus términos.
Pero Irán no había sido disuadido. El 23 de junio, respondió con un ataque calculado contra bases estadounidenses en Qatar e Irak. Aunque los misiles dirigidos a la base Al Udeid en Qatar fueron interceptados, el mensaje fue claro: Irán tenía la capacidad y la voluntad de responder directamente a la agresión estadounidense, redefiniendo las reglas del enfrentamiento y demostrando que la disuasión era un camino de doble sentido.
El conflicto se libró tanto en el campo de batalla como en el diplomático. Por un lado, la administración Trump y el gobierno de Netanyahu promovieron la narrativa de una acción preventiva indispensable para la seguridad global. "Habrá paz o vendrá una gran tragedia para Irán", sentenció Trump, posicionándose como el único árbitro del destino de la región.
Por otro lado, Irán se presentó como víctima de una agresión ilegítima, defendiendo su derecho a un programa nuclear con fines pacíficos. Al responder militarmente y luego aceptar un alto el fuego, Teherán construyó una narrativa de resistencia y victoria estratégica, calificando el resultado como una "derrota para Israel".
En este escenario polarizado, emergió con fuerza una tercera voz: el bloque BRICS. En un comunicado conjunto, Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica y los nuevos miembros, incluido Irán, llamaron a "romper el ciclo de violencia" y abogaron por una solución diplomática. Esta postura no fue meramente declarativa. Semanas después, ante las amenazas de Trump de imponer aranceles a los países alineados con el bloque, Rusia y China respondieron con firmeza, destacando la naturaleza cooperativa del grupo y su rechazo al unilateralismo. La crisis, en efecto, sirvió como catalizador para consolidar a los BRICS como un actor geopolítico con una agenda propia.
Hoy, el alto el fuego se mantiene, pero las tensiones subyacentes persisten. La crisis de junio de 2025 no fue solo un enfrentamiento militar más en Medio Oriente; fue un punto de inflexión. Demostró que la estrategia de "máxima presión" y la retórica de victoria no garantizan el control del resultado. Expuso que la justificación para la guerra puede basarse en inteligencia selectiva o disputada, y que incluso los movimientos políticos más cohesionados pueden fracturarse bajo la presión de sus propias contradicciones.
Quizás la consecuencia más duradera es la lección sobre la disuasión. Estados Unidos actuó creyendo que su poderío militar pondría fin a la disputa, pero solo logró provocar una respuesta directa y fortalecer a un bloque de naciones rivales. El eco de junio resuena como un recordatorio de que en el complejo tablero global del siglo XXI, el poder ya no fluye en una sola dirección.