Han pasado más de dos meses desde la noche del 11 de abril, cuando la muerte de dos hinchas en las afueras del Estadio Monumental y una posterior invasión a la cancha pusieron un trágico fin a un partido de Copa Libertadores. El tiempo ha permitido que el estruendo de la noticia inmediata se apacigüe, dejando al descubierto no una simple crisis de violencia en el fútbol, sino las grietas de un sistema completo. Lo que aquella noche se desbordó no fue solo la pasión mal entendida, sino la evidencia de un problema que ha madurado en silencio en las galerías: la instrumentalización de las barras bravas por parte de redes delictuales.
La reacción inicial fue un predecible cruce de responsabilidades. Desde la ANFP, su presidente Pablo Milad apuntó a la necesidad de acelerar la implementación de un Registro Nacional de Hinchas, una herramienta tecnológica de reconocimiento facial para identificar y vetar a los violentos. Paralelamente, los presidentes de varios clubes clamaron por el regreso de Carabineros al interior de los estadios, un rol que la policía abandonó en 2013, argumentando que la seguridad privada es incapaz de enfrentar a bandas organizadas. “No tenemos las herramientas para enfrentar a delincuentes”, señaló Juan Tagle, presidente de Cruzados, reflejando un sentir generalizado en los directorios.
Sin embargo, el Gobierno, a través del Ministro de Seguridad Pública, Luis Cordero, trazó una línea distinta. Calificó el retorno de Carabineros como el reconocimiento de un “fracaso estructural” de los clubes como organizadores de un evento privado y lucrativo. La tensión escaló cuando, tras nuevos hechos de violencia con armas de fuego durante las celebraciones del centenario de Colo Colo el 20 de abril, el propio ministro Cordero acuñó un término que oficializaba el diagnóstico: “narco-barras”. Con esto, el Estado reconocía que el problema trasciende el folclore del fútbol; se trata de disputas territoriales y operaciones de microtráfico que utilizan la estructura de la barra como fachada y ejército.
Este diagnóstico se ve reforzado al analizar la primera línea de defensa de los estadios: los guardias privados. Investigaciones periodísticas posteriores a la crisis revelaron su extrema precariedad. Con cursos de formación de apenas 80 horas, bajos sueldos que rondan los 20 a 40 mil pesos por evento y sin atribuciones legales más allá de las de cualquier ciudadano, estos guardias se enfrentan a grupos cohesionados y con un alto poder de fuego. La seguridad en los estadios, más que una barrera, parece ser un eslabón débil y expuesto.
La crisis ha dejado en evidencia un profundo desacuerdo sobre la naturaleza del problema y su solución:
La infiltración delictual en las barras no es un fenómeno nuevo. Históricamente, muchos clubes en Chile y Latinoamérica han mantenido una relación simbiótica y clientelar con sus barras, ofreciendo entradas y otros beneficios a cambio de la “animación” y el control de la galería. Este pacto tácito, tolerado durante décadas, fue la puerta de entrada para que grupos con otros intereses –políticos y criminales– cooptaran estas estructuras, transformando la lealtad al club en un código de silencio y protección para actividades ilícitas. El reciente caso de Francisco Muñoz, alias “Pancho Malo”, exlíder de la Garra Blanca hoy activo en la política y acusado de estafa por sus propios seguidores, es un claro ejemplo de cómo estas figuras trascienden el estadio para operar en otras esferas de poder e ilegalidad.
A más de 60 días de la tragedia que gatilló esta discusión, el fútbol chileno se encuentra en un punto de inflexión. El diagnóstico es más claro que nunca: el enemigo no es el hincha apasionado, sino la organización criminal que se viste con sus colores. Sin embargo, el camino a seguir sigue siendo un campo en disputa. Las autoridades han nombrado al adversario, pero la estrategia para enfrentarlo aún oscila entre soluciones tecnológicas de dudosa efectividad, la privatización de la seguridad pública y medidas que rozan la criminalización de la cultura del hincha. El “gol silencioso” del narco ya fue anotado; el desafío ahora es cómo dar vuelta un partido que se juega mucho más allá de los 90 minutos reglamentarios.