Hace más de dos meses, un anuncio sacudió los cimientos de la industria cinematográfica global. El 5 de mayo, la administración Trump declaró su intención de imponer un arancel del 100% a todas las películas producidas fuera de Estados Unidos. La justificación, enmarcada en una retórica de seguridad nacional y renacimiento industrial, prometía devolver la grandeza a un Hollywood supuestamente "en decadencia". Sin embargo, pasadas las semanas, el polvo se asienta para revelar una realidad más compleja: la medida, lejos de ser un escudo protector, se ha convertido en una espada de Damocles que pende sobre la misma industria que pretendía salvar.
La reacción inicial fue de desconcierto y caída en los mercados. Wall Street abrió en rojo los días posteriores, con las acciones de gigantes como Disney, Netflix y Warner Bros. Discovery resintiendo el golpe. Como señaló un análisis de Barclays, "si esto se implementa a gran escala, podría acabar perjudicando a la misma industria a la que se supone que debe ayudar". El nerviosismo no era exclusivo del cine; se sumaba a un clima de inestabilidad generalizado por las políticas comerciales, como lo demostró Ford al retirar sus proyecciones anuales, estimando un impacto de US$ 1.500 millones por aranceles en su sector.
El núcleo del conflicto reside en una pregunta fundamental que la propia industria ha evitado responder con claridad: ¿qué hace que una película sea estadounidense? La administración Trump apuntó a la fuga de producciones a países como Reino Unido, Canadá o México, que ofrecen atractivos incentivos fiscales y costos operativos menores. Sin embargo, esta práctica no es una anomalía, sino el modelo de negocio estándar para Hollywood desde hace décadas.
Éxitos de taquilla considerados íconos de la cultura popular estadounidense, como Barbie o Deadpool & Wolverine, fueron rodados casi en su totalidad en el extranjero. Timothy Richards, fundador de la cadena de cines Vue, planteó la disyuntiva a la BBC: "¿Se define por la procedencia del dinero? ¿Por el guion, el director, el talento, el lugar donde se rodó?". Esta globalización de la cadena de producción, donde el capital es estadounidense pero la mano de obra, los paisajes y los servicios son internacionales, es lo que permite a los estudios maximizar sus ganancias. El arancel, por tanto, no castiga a un competidor extranjero, sino que grava el propio método operativo de Hollywood.
La propuesta ha generado un abanico de reacciones que ilustran la complejidad del tablero.
A más de 60 días del anuncio, el estado del arancel es de una incertidumbre calculada. La administración no ha definido los criterios técnicos: ¿cómo se valorará una película para aplicar el impuesto? ¿Una coproducción con un 20% de capital extranjero será gravada en su totalidad? Esta ambigüedad mantiene a la industria en una parálisis estratégica, donde los estudios presionan discretamente en Washington mientras exploran planes de contingencia.
El llamado "Telón de Acero Cultural" ha demostrado ser menos una muralla contra el exterior y más un espejo que refleja las contradicciones internas de la industria más poderosa del mundo. La guerra comercial de Hollywood no es contra un enemigo extranjero, sino contra la lógica globalizada que ella misma ayudó a construir. El próximo acto de este drama determinará si la industria puede adaptarse a un nuevo guion proteccionista o si, por el contrario, se convertirá en la principal víctima de su propio relato.