Los episodios de violencia que han sacudido al Internado Nacional Barros Arana (INBA) durante los últimos meses, culminando con la agresión directa a su rector interino y la quema de un bus del transporte público, trascienden la crónica roja para convertirse en una señal crítica sobre el futuro. Lo que arde en las afueras del INBA no es solo un vehículo o el mobiliario escolar; es el prestigio de un símbolo republicano y, con él, un modelo de educación pública que durante más de un siglo prometió ser un pilar de la meritocracia y la cohesión social en Chile.
La recurrencia de los "overoles blancos", la sofisticación de sus acciones y las crecientes sospechas sobre la participación de adultos externos en su organización y financiamiento, desplazan el fenómeno desde una simple protesta estudiantil hacia un problema de seguridad pública y descomposición institucional. Este no es un conflicto nuevo, pero su intensidad actual y la naturaleza de la violencia marcan un punto de inflexión. Estamos presenciando el posible ocaso de los liceos emblemáticos, no solo por la violencia en sí, sino por lo que esta revela: una profunda crisis de propósito, legitimidad y convivencia que obliga a proyectar los escenarios que se abren para la educación pública y el contrato social que la sustenta.
La trayectoria actual del conflicto perfila al menos tres escenarios probables a mediano y largo plazo, cuyas semillas ya son visibles en las decisiones y omisiones de los actores involucrados.
El futuro del INBA se disputa entre visiones irreconciliables. Por un lado, una perspectiva de orden y ley que ve en los "overoles blancos" a delincuentes o a instrumentos de grupos anárquicos, y cuya principal apuesta es la sanción penal. Por otro, una comunidad educativa atrapada entre el miedo y la frustración, que anhela seguridad pero también una educación de calidad que parece desvanecerse. En los márgenes, los grupos violentos actúan desde una lógica de ruptura total, donde la destrucción del símbolo es el objetivo en sí mismo, sin un proyecto alternativo visible más allá del caos.
Estos eventos resuenan con los ciclos de movilización estudiantil del pasado, como la "Revolución Pingüina" de 2006 o las protestas de 2011. Sin embargo, la dinámica actual presenta una diferencia crucial: mientras los movimientos anteriores lograron articular demandas políticas claras y construir amplias bases de apoyo social, la violencia actual parece más fragmentada, nihilista y desconectada de un petitorio político coherente. Esto plantea una pregunta inquietante: ¿asistimos a la degradación de la protesta social en vandalismo puro, o a la emergencia de nuevas formas de disidencia radical que ya no buscan dialogar con el sistema, sino demolerlo?
La crisis del INBA es, en última instancia, un espejo de las fracturas de la sociedad chilena. Las decisiones que se tomen en los próximos meses no solo determinarán el destino de un edificio patrimonial, sino que definirán qué tipo de educación pública es posible, qué rol se le asigna al Estado en la formación de sus ciudadanos y si el país es capaz de reconstruir un contrato social sobre las ruinas de sus símbolos más preciados. El camino que se elija será un veredicto sobre la capacidad de la sociedad para imaginar y construir futuros compartidos.