A casi dos meses de que una emergencia médica lo llevara de una gira política al quirófano, el expresidente brasileño Jair Bolsonaro se encuentra en un nuevo escenario. Ya no es la unidad de cuidados intensivos la que acapara la atención, sino el banquillo de los acusados. La Corte Suprema de Brasil ha fijado para inicios de junio el comienzo de los interrogatorios en el caso que investiga su presunta participación en una trama golpista. El drama de su cuerpo herido ha dado paso, sin tregua, al drama de su futuro judicial, en una simbiosis que ha definido su carrera política.
El 11 de abril de 2025, durante un acto con simpatizantes en Rio Grande do Norte, Bolsonaro sintió un dolor abdominal agudo. No era una dolencia nueva, sino la secuela más reciente y severa de la puñalada que recibió en 2018, el evento que lo transformó en un mártir para sus seguidores. Lo que comenzó como un malestar en medio de una gira para consolidar su base política, culminó en un traslado aéreo a Brasilia y una compleja cirugía intestinal que lo mantuvo en la UCI por más de una semana.
Los partes médicos hablaban de un postoperatorio “muy delicado y prolongado”. Sin embargo, desde la cama del hospital, Bolsonaro y su equipo desplegaron una contraofensiva comunicacional. A través de sus redes sociales, se mostró caminando por los pasillos, leyendo documentos y agradeciendo el apoyo, construyendo una narrativa de resiliencia. El mensaje era claro: el hombre que sobrevivió a un atentado y a múltiples operaciones seguía en pie de lucha, presentándose como una víctima tanto de la violencia física como de la “persecución” política.
Mientras el líder de la ultraderecha libraba su batalla por la salud, el poder judicial brasileño avanzaba sin pausa. La hospitalización de Bolsonaro no congeló el proceso que lo acusa de ser el mentor de una conspiración para anular los resultados de las elecciones de 2022 y permanecer en el poder, trama que habría culminado en el asalto a las sedes de los tres poderes el 8 de enero de 2023.
La disonancia entre ambas realidades es notoria. Por un lado, un líder político proyectando una imagen de fragilidad y victimización; por otro, un sistema judicial que acumulaba pruebas contundentes. Testimonios clave, como los de los excomandantes del Ejército y la Fuerza Aérea, Marco Antonio Freire Gomes y Carlos Baptista Júnior, confirmaron ante los jueces que Bolsonaro les consultó sobre la posibilidad de decretar un estado de sitio para impedir la investidura de Luiz Inácio Lula da Silva. Estos relatos, que sitúan al exmandatario en el centro de la conspiración, contrastan radicalmente con su autoproclamada inocencia.
La decisión de la Corte Suprema de iniciar los interrogatorios apenas semanas después de su alta médica funciona como un poderoso recordatorio de que la justicia opera con su propio calendario, indiferente al teatro político. Para Bolsonaro, el tiempo de la recuperación física se ha agotado, dando paso al tiempo de la rendición de cuentas.
El apuñalamiento de 2018 es la herida fundacional del bolsonarismo. Ha sido el argumento central para justificar su retórica combativa y presentarse como un elegido que sobrevivió para salvar a la nación. Sus recurrentes problemas de salud han servido para reforzar esta imagen, movilizando a sus bases y generando empatía.
Sin embargo, esta última crisis de salud ha ocurrido en un contexto diferente. Ya no es el candidato en ascenso ni el presidente en ejercicio. Es un ciudadano inhabilitado políticamente hasta 2030 y que enfrenta una posible condena de hasta 40 años de cárcel.
El estado actual del caso es de una transición inevitable. Bolsonaro ha salido del hospital, pero ha entrado en la fase más crítica de su saga judicial. La pregunta que queda abierta ya no es solo sobre la resiliencia de su cuerpo, sino sobre la viabilidad de su proyecto político frente al peso de la ley. El escenario ha cambiado: la cama de hospital ha sido reemplazada por el banquillo de los acusados, y el veredicto que se espera no será médico, sino judicial.