El 2 de mayo de 2025, a las 8:58 de la mañana, la tierra no solo tembló en el extremo sur de Chile; sacudió una certeza arraigada en el imaginario nacional. El sismo de magnitud 7.5, originado en la poco estudiada Falla de Scotia, al sur de Puerto Williams, no provocó la catástrofe que su energía sugería. El tsunami resultante fue meramente instrumental —una variación de apenas 6 a 23 centímetros registrada en bases antárticas— y la evacuación preventiva del borde costero de Magallanes se convirtió en un simulacro a escala real. Sin embargo, este "tsunami que no fue" se ha convertido en una de las señales más potentes sobre el futuro de la relación de Chile con su territorio, su tecnología y su contrato social frente a los desastres.
Durante décadas, la Región de Magallanes y la Antártica Chilena vivió bajo una suerte de excepcionalidad sísmica. Mientras el resto del país normalizaba su convivencia con las placas de Nazca y Sudamericana, el sur austral se percibía como un refugio geológico. Ese paradigma se fracturó. El evento no solo puso en el mapa una nueva amenaza tectónica, sino que también expuso la fragilidad de una región estratégica, obligando a proyectar escenarios que hasta ahora permanecían latentes.
El sismo de Magallanes actúa como un catalizador para desmantelar la idea de que el alto riesgo sísmico es exclusivo del centro y norte del país. La reacción inmediata, coordinada por SENAPRED y SHOA, fue protocolaria y eficaz, con llamados a la calma de todo el espectro político, desde Johannes Kaiser hasta Jeannette Jara. No obstante, el verdadero punto de inflexión no está en la gestión de la emergencia, sino en lo que viene después.
Un futuro probable es la renegociación del contrato social sobre el riesgo. Hasta ahora, la inversión en mitigación y preparación se ha concentrado en zonas históricamente afectadas. El despertar de la Falla de Scotia podría forzar una redistribución de recursos y atención hacia territorios considerados "seguros". Este escenario se ve reforzado por datos duros: el informe del "Atlas del riesgo de desastre" de CIGIDEN, publicado en julio, reveló que un 79% de las comunas del país carecen de planes reguladores preparados para amenazas naturales. La antigüedad promedio de los planes existentes es de 14,5 años, un lapso en el que el cambio climático y el conocimiento científico han avanzado drásticamente.
La pregunta clave es si este evento será suficiente para superar la inercia institucional. Una posibilidad es que, ante la ausencia de daños mayores, la urgencia se disipe y el informe de CIGIDEN se archive. Un futuro alternativo, y más deseable para los expertos, es que el "casi desastre" impulse una actualización masiva y descentralizada de los instrumentos de planificación territorial, incorporando no solo fallas geológicas sino también marejadas, calor extremo y riesgos de interfaz urbano-rural, como señaló la decana Magdalena Vicuña. Esto implicaría un cambio desde una lógica reactiva a una cultura de la prevención proactiva.
El sismo no solo expuso una vulnerabilidad geológica, sino también geopolítica. Magallanes es la puerta de entrada a la Antártica, una ruta bioceánica crucial y un polo de desarrollo científico y energético. La demostración de que una catástrofe es posible en esta zona obliga a repensar la seguridad nacional no solo en términos militares, sino de resiliencia infraestructural.
A mediano y largo plazo, podríamos asistir al nacimiento de una geopolítica interna de la vulnerabilidad. En este escenario, el Estado ya no solo planificaría en función de los recursos de una región, sino de sus fragilidades. Esto podría traducirse en inversiones estratégicas para duplicar sistemas críticos: rutas alternativas, redes de comunicación redundantes y centros de datos distribuidos. La dependencia de un único cable de fibra óptica austral, por ejemplo, se vuelve un riesgo inaceptable.
Actores como las Fuerzas Armadas, la comunidad científica internacional con base en la Antártica y las industrias naviera y turística ejercerán presión para que esta resiliencia se materialice. El riesgo, sin embargo, es que esta nueva priorización genere tensiones con otras regiones que también demandan inversión. La decisión crítica será cómo equilibrar la protección de activos estratégicos nacionales con las necesidades de desarrollo equitativo en todo el territorio.
La gestión de la alerta dependió de un sistema centralizado y de la información captada por sensores a cientos de kilómetros. Esto plantea una pregunta fundamental sobre el futuro: ¿seguirá Chile dependiendo de una arquitectura de monitoreo centralizada y, en parte, de tecnología extranjera, o avanzará hacia la soberanía tecnológica en la gestión de desastres?
Un futuro plausible es el desarrollo de redes de monitoreo local y autónomas. Imaginemos sensores de bajo costo desplegados en los fiordos y canales australes, procesando datos en tiempo real con algoritmos de inteligencia artificial para generar alertas hiperlocales, sin esperar la confirmación de Valparaíso o Santiago. Esto no solo aumentaría la velocidad de respuesta, sino que también crearía un polo de innovación en "geotech" con potencial de exportación.
La disyuntiva es clara. Un camino es la inversión en investigación y desarrollo nacional, fomentando un ecosistema de startups y centros de investigación como CIGIDEN para crear estas soluciones. El camino alternativo es importar la tecnología, una solución más rápida pero que perpetúa la dependencia y puede no estar adaptada a las complejidades geográficas de Chile. La elección que se tome definirá no solo cómo enfrentamos el próximo gran sismo, sino también el rol de Chile en la economía del conocimiento del siglo XXI.
El gran sismo de Magallanes fue una advertencia silenciosa. No dejó una estela de destrucción, sino un mapa de futuros posibles. La trayectoria que el país elija —entre la complacencia y la acción, entre la dependencia y la soberanía, entre el centralismo y la resiliencia distribuida— determinará si el "tsunami que no fue" se convierte en la lección que nos preparó para la inevitable furia futura de la naturaleza.