Lo que comenzó hace unos meses como un reclamo sectorial, casi técnico, del mundo agrícola, ha madurado hasta convertirse en un profundo cuestionamiento nacional sobre la justicia y transparencia de uno de los pilares del sistema tributario chileno: las contribuciones. Hoy, el reavalúo fiscal de bienes raíces de 2024 ya no es solo una cifra en una notificación del Servicio de Impuestos Internos (SII). Es el epicentro de una crisis de confianza que ha escalado hasta la Contraloría General de la República, organismo que actualmente conduce una investigación especial por posibles irregularidades. La controversia ha trascendido los predios agrícolas para instalarse en las conversaciones de jubilados, profesionales y familias que ven con angustia cómo el valor de su hogar, un bien ilíquido y fruto del esfuerzo de toda una vida, es gravado por un algoritmo que nadie parece comprender del todo.
La alarma se encendió a principios de 2025. La Sociedad Nacional de Agricultura (SNA) denunció que el reavalúo agrícola había provocado alzas promedio del 132% desde 2020, con casos que triplicaban el avalúo fiscal anterior. El gremio, liderado por Antonio Walker, no solo cuestionó las cifras, sino la lógica detrás de ellas: ¿cómo era posible que aumentara el valor fiscal de terrenos en la región de Coquimbo, devastada por la sequía, o en la Macrozona Sur, marcada por la inseguridad rural? La aparente desconexión entre el cálculo del SII y la realidad productiva del campo fue la primera fisura.
Pronto, el malestar se contagió. Columnas de opinión y cartas al director comenzaron a reflejar una inquietud ciudadana más amplia. Expertos como Gonzalo Polanco, del Centro de Estudios Tributarios de la Universidad de Chile, y la abogada María Fernanda Heusser, calificaron el mecanismo de cálculo como una “caja negra”, un proceso críptico que atenta contra la legitimidad del impuesto. Si un contribuyente no puede entender por qué paga lo que paga, el cumplimiento voluntario, base de cualquier sistema fiscal moderno, se erosiona. La discusión dejó de ser sobre el valor de la hectárea para centrarse en un derecho ciudadano fundamental: la transparencia y la certeza jurídica. El propio director del SII reconoció ante el Congreso que la forma de determinar el costo del impuesto territorial no es hoy del todo transparente, validando la percepción de opacidad que unía a agricultores y urbanitas.
La polémica ha expuesto una colisión de visiones que coexisten en tensión:
El núcleo del conflicto reside en que el Impuesto Territorial se rige por una ley que data de hace casi cien años. Fue concebida en una era donde la información era asimétrica por naturaleza y la relación entre el Estado y el ciudadano era jerárquica. Hoy, en la era de los datos abiertos y la exigencia de transparencia, esta normativa resulta anacrónica. El debate ha reabierto incluso una discusión constitucional latente: ¿es un impuesto a la renta presunta, como falló el Tribunal Constitucional, o un impuesto al patrimonio de facto, que grava un activo ilíquido sin considerar la capacidad de pago de su dueño?
El tema está lejos de cerrarse. La investigación de la Contraloría será clave para determinar si hubo errores específicos en el reavalúo de 2024. Sin embargo, el debate ya ha evolucionado. La propuesta de crear una mesa técnica entre el SII y la SNA es un primer paso, pero la demanda ciudadana y experta apunta más alto: a una reforma profunda y estructural. Las soluciones propuestas van desde fijar el monto de las contribuciones en UF al momento de la compraventa, hasta integrar el cálculo a la tasa impositiva personal del propietario, pasando por la exención de la vivienda principal, como ocurre en varios países europeos.
La rebelión silenciosa de la tierra ha puesto al Estado ante un espejo. La pregunta que queda abierta es si será capaz de rediseñar este impuesto centenario para que sea percibido como justo y legítimo, o si la “caja negra” seguirá operando como un motor de desconfianza, minando la base del pacto fiscal entre los ciudadanos y sus instituciones.