Lo que comenzó como un taller de arte experimental en un circuito cultural independiente, bautizado con el provocador nombre de "Prácticas de Culo", ha escalado en pocas semanas hasta convertirse en un sismógrafo de las tensiones más profundas de Chile. La controversia, que obligó al Ministerio de las Culturas a emitir un comunicado desmarcándose de su financiamiento, no es un mero escándalo pasajero. Es una señal emergente que ilumina las fallas tectónicas sobre las que se asienta el debate público nacional: los límites de la moral, el futuro de la censura en la era digital y la lucha por definir qué es y qué no es cultura legítima en una sociedad post-plebiscitaria.
El incidente, magnificado por la velocidad de las redes sociales y la polarización mediática, ha dejado de tratarse sobre un taller para convertirse en un campo de batalla simbólico. Por un lado, sectores conservadores y parte del espectro político lo han enmarcado como un ejemplo de decadencia moral y un despilfarro de la atención pública. Por otro, la comunidad artística y defensores de la libertad de expresión lo ven como un ataque directo a la autonomía creativa y un intento de pánico moral para imponer una agenda restrictiva. El Estado, atrapado en el medio, opta por una neutralidad defensiva que, en la práctica, deja el debate en manos de los extremos.
La resolución de esta controversia marcará un precedente. A partir de las señales actuales, podemos proyectar tres escenarios probables para el mediano y largo plazo en la relación entre arte, Estado y sociedad en Chile.
1. El Futuro de la Reacción Conservadora: La Gran Muralla Moral
En este escenario, la polémica es capitalizada con éxito por grupos políticos que promueven una agenda de "valores tradicionales". El caso "Prácticas de Culo" se convierte en el argumento central para impulsar legislaciones que aumenten el control sobre los contenidos artísticos, especialmente aquellos que reciben o utilizan infraestructura con algún tipo de respaldo estatal. Se podrían crear comités de "pertinencia cultural" o modificar los criterios de los fondos concursables para primar obras que se alineen con una visión hegemónica de la moralidad. El resultado a largo plazo sería un efecto amedrentador (chilling effect) sobre la creación experimental y crítica. El arte se volvería más seguro, más predecible y menos contestatario, con una clara división entre un circuito "oficial" saneado y un underground cada vez más marginado pero potencialmente más radical.
2. El Futuro de la Contracultura: La Soberanía del Cuerpo y el Territorio
Como respuesta a la ofensiva conservadora, la comunidad artística se atrinchera y radicaliza su discurso. Este escenario ve el nacimiento de una nueva ola de arte contestatario que hace de la provocación y la exploración de los tabúes (el cuerpo, la sexualidad, la política) su principal herramienta. Inspirados en la tesis del historiador Gabriel Salazar sobre la necesidad de una "autoformación ciudadana" ante el fracaso de la clase política, los colectivos artísticos se organizan de forma autónoma, buscando financiamiento a través de redes internacionales, crowdfunding y economías colaborativas. El "culo" se resignifica como un símbolo de soberanía corporal y creativa frente a un Estado que se percibe como censor o cobarde. A largo plazo, esto podría generar un ecosistema cultural vibrante y crítico, pero completamente desconectado de las audiencias masivas y de la institucionalidad, profundizando la fragmentación social.
3. El Futuro de la Burocratización: El Algoritmo de lo Aceptable
Quizás el escenario más insidioso es aquel donde no hay una victoria clara para ningún bando. Temerosas de futuras polémicas, las instituciones culturales del Estado no censuran explícitamente, sino que implementan una serie de protocolos, filtros y mecanismos de evaluación diseñados para minimizar el "riesgo reputacional". Se priorizan proyectos con "impacto social medible", "enfoque familiar" o que promuevan una "positividad constructiva". El lenguaje corporativo y la aversión al riesgo se apoderan de la gestión cultural. El resultado es una cultura domesticada, donde la transgresión es tolerada solo si es inofensiva o ya ha sido asimilada por el mercado. El arte se vuelve un producto de consumo más, despojado de su capacidad para incomodar y generar reflexión crítica. La censura no llega con un decreto, sino con un formulario y una evaluación de riesgos.
La controversia en torno a un taller de arte experimental ha revelado ser mucho más que una anécdota. Actúa como un espejo que refleja el estado de un país que, tras el fracaso de los grandes relatos políticos del proceso constituyente, parece haber replegado sus batallas al terreno de la cultura y la vida cotidiana. La forma en que se procese este conflicto determinará si Chile avanza hacia una mayor restricción, hacia una fragmentación radical o hacia una neutralización burocrática de su expresión cultural.
La pregunta fundamental que subyace a este debate no es si un taller es o no arte, sino quién tiene el poder de definir los límites de lo decible y lo visible en el espacio público. Mientras la discusión se mantenga en el nivel del escándalo y la descalificación, el futuro más probable es una guerra de trincheras donde todos pierden. La oportunidad latente, aunque remota, es que este choque visceral obligue a una deliberación más profunda sobre la libertad, la responsabilidad y el tipo de sociedad plural que los chilenos desean construir, una deliberación que, como sugiere Salazar, ha estado ausente en la esfera política tradicional.