Dos meses después de que los primeros ataques del presidente Donald Trump contra la Reserva Federal (Fed) de Estados Unidos sacudieran los mercados, el panorama se ha decantado. Lo que inicialmente parecía una rabieta presidencial más, canalizada a través de redes sociales, ha revelado ser un choque institucional de profundas consecuencias. La disputa entre Donald Trump y el presidente de la Fed, Jerome Powell —a quien el propio Trump nominó—, dejó de ser una anécdota para convertirse en un caso de estudio sobre la independencia de los bancos centrales en el siglo XXI. Hoy, con la perspectiva del tiempo, es posible analizar no solo los eventos, sino las fuerzas estructurales que colisionaron.
La cronología de la tensión comenzó en abril, cuando Trump, insatisfecho con la marcha de la economía, exigió públicamente el despido de Powell y una drástica baja en las tasas de interés, calificando los informes de la Fed como un "completo desastre". La presión se intensificó durante los meses siguientes con descalificativos personales —"tonto", "testarudo", "un gran perdedor"— y comparaciones constantes con la política más laxa del Banco Central Europeo. El objetivo era claro: alinear la política monetaria con los intereses electorales y de corto plazo de la Casa Blanca.
Inicialmente, la respuesta de Jerome Powell y la Fed fue ceñirse al manual: defender la independencia del organismo con un lenguaje técnico y basado en datos. Powell, un abogado de carrera más que un economista académico, se mostró como un administrador diligente, enfocado en el doble mandato de la Fed: controlar la inflación y maximizar el empleo. En sus comparecencias, insistió en que las decisiones se tomarían con base en la evidencia económica y no por presiones políticas.
Sin embargo, la situación alcanzó un punto de inflexión. El 19 de junio, la Fed decidió mantener las tasas de interés intactas, a pesar de la creciente presión. En su comunicado, el organismo deslizó una clave fundamental: la "incertidumbre" económica, en gran parte alimentada por la guerra comercial iniciada por el propio Trump. La Fed ajustó a la baja sus proyecciones de crecimiento y al alza las de inflación, un cóctel que justificaba la cautela.
El golpe de gracia llegó el 1 de julio. En un foro internacional en Portugal, lejos del ruido de Washington, Powell pasó a la ofensiva. Al ser consultado directamente, afirmó que las tasas de interés probablemente estarían más bajas de no ser por los aranceles impuestos por la administración Trump. Con esta declaración, Powell no solo defendió su gestión, sino que invirtió la carga de la prueba: no era la Fed la que frenaba la economía, sino las propias políticas proteccionistas del presidente las que generaban un riesgo inflacionario que obligaba al banco central a ser restrictivo.
El conflicto dejó en evidencia dos visiones antagónicas sobre el manejo económico:
La independencia de los bancos centrales no es un capricho tecnocrático. Es el resultado de amargas lecciones históricas del siglo XX, donde gobiernos de todo el espectro político utilizaron la política monetaria para financiar déficits o ganar elecciones, con consecuencias desastrosas como la hiperinflación. La autonomía de la Fed fue diseñada precisamente para actuar como un contrapeso técnico y de largo plazo a las urgencias políticas del momento. El asedio de Trump fue, por tanto, un desafío directo a este consenso establecido hace décadas y una prueba de fuego para la resiliencia de las instituciones democráticas estadounidenses.
El conflicto no está cerrado, pero ha mutado. Tras la contundente respuesta de Powell, los ataques de Trump, aunque no cesaron del todo, perdieron parte de su efectividad. El debate público se desplazó: ya no se trataba de si Powell cedería, sino de cómo las políticas comerciales de la Casa Blanca estaban impactando en la propia economía que pretendían proteger. La Reserva Federal logró, por ahora, reafirmar su autonomía, pero el episodio deja una cicatriz. Ha demostrado que la independencia de una institución, por muy arraigada que esté, nunca está completamente a salvo de la voluntad del poder político, obligando a sus líderes a una defensa activa y, a veces, a una confrontación pública para preservar su mandato.