Durante décadas, la botella verde de Perrier fue más que un producto; era un símbolo. Representaba una pureza casi aristocrática, un lujo accesible extraído directamente de las entrañas de la tierra. Cuando a principios de 2025 estalló el escándalo —revelando que Nestlé Waters había sometido su “agua mineral natural” a tratamientos prohibidos con conocimiento de altas esferas del gobierno francés— lo que se rompió no fue solo un sello de calidad, sino un pacto de confianza fundamental con el consumidor global.
El caso Perrier no es una anomalía aislada. Es una señal potente que ilumina las grietas de un sistema económico donde las narrativas de marketing, la responsabilidad corporativa y la supervisión estatal han entrado en crisis. Analizar sus consecuencias nos permite vislumbrar tres escenarios probables que redefinirán nuestra relación con el consumo, la regulación y el propio concepto de lo “puro”.
La respuesta inicial al fraude ha sido reveladora: una multa irrisoria para un gigante como Nestlé y una reacción bursátil contenida, en parte, por un mercado donde la inversión pasiva a través de ETFs diluye el castigo sobre empresas individuales. Este fenómeno sugiere un futuro donde los mecanismos tradicionales de control —tanto estatales como de mercado— se muestran insuficientes para fiscalizar a corporaciones transnacionales.
Frente a este vacío, emergen dos futuros posibles y no excluyentes para la responsabilidad corporativa:
El punto de inflexión clave será la gestión de Pablo Isla, el nuevo presidente de Nestlé a partir de 2026. Su mandato no es solo financiero; es cultural. ¿Optará por una reestructuración cosmética, vendiendo el activo tóxico para sanear las cuentas? ¿O liderará una transformación genuina que sirva de modelo para la industria? Su decisión marcará la pauta para la próxima década.
El escándalo Perrier asesta un golpe mortal a uno de los mitos fundacionales del marketing del siglo XX: la pureza virginal e intacta. Durante años, pagamos un sobreprecio por la promesa de un producto no alterado por la mano humana. La revelación de que esta pureza era, en parte, una construcción industrial, la alinea con la tendencia general de “calidad menguante” que afecta a bienes de consumo masivo, donde la durabilidad y la autenticidad han sido sacrificadas en el altar de la eficiencia y la novedad.
El concepto de “pureza” se bifurcará inevitablemente:
La decisión de Nestlé de contratar a Rothschild para explorar la venta de su negocio de aguas, valorado en miles de millones de dólares, es sintomática de un movimiento estratégico mayor. Gigantes como Nestlé están abandonando la lógica del conglomerado que todo lo abarca para convertirse en portafolios de marcas de alto rendimiento en nichos específicos y de mayor margen, como la nutrición para mascotas —donde la empresa sigue invirtiendo fuertemente en Chile—, el café premium o la salud.
Esta deconstrucción de los imperios alimentarios dará lugar a un mercado más fragmentado y dinámico. La venta de Perrier podría tener varios desenlaces:
En cualquiera de estos futuros, el mapa de la industria de la sed se reconfigurará. La era de los gigantes estables da paso a un ecosistema más volátil, con nuevos riesgos pero también con oportunidades para que emerjan modelos de negocio más ágiles y, quizás, más responsables.
La crisis de Perrier trasciende el fraude corporativo. Actúa como un espejo que nos devuelve una imagen incómoda de nuestras propias contradicciones como sociedad. Revela la fragilidad de la confianza en las instituciones, la obsolescencia de las narrativas de marketing basadas en un ideal de naturaleza que ya no existe y la compleja reestructuración del capitalismo global. La pregunta que queda flotando, como una burbuja solitaria, no es solo qué beberemos en el futuro, sino en qué y en quién estaremos dispuestos a creer.