El pasado 4 de julio, tras 136 años de servicio ininterrumpido, el histórico puente ferroviario sobre el río Biobío dejó de operar. Su sucesor, un moderno viaducto de casi dos kilómetros, se prepara para inaugurar un nuevo ciclo de conexión para el sur de Chile. Este relevo, sin embargo, es mucho más que una simple modernización de infraestructura. Es un punto de inflexión simbólico que obliga a proyectar los futuros posibles de un país definido por sus tensiones geográficas y políticas: la pugna entre la memoria y el progreso, entre el poder central y las aspiraciones regionales, y entre la conexión física y la integración real.
El viejo puente, forjado en el acero de la era industrial, representaba la promesa de un Estado que buscaba unir un territorio vasto y complejo. Su retiro, y el destino incierto de su estructura, abre una pregunta fundamental: ¿qué tipo de conexión construirá Chile en el siglo XXI?
El nuevo puente del Biobío, con su capacidad para trenes más rápidos y su diseño antisísmico, encarna la promesa de un futuro eficiente y tecnológicamente avanzado. Esta narrativa de modernización resuena con otras señales del presente. En Santiago, la decisión de Telefónica de vender su icónico edificio corporativo en Plaza Italia, un proceso reiniciado tras las interrupciones del estallido social y la pandemia, sugiere un desplazamiento del poder desde los bastiones físicos hacia las redes digitales. El foco estratégico de la compañía ya no está en el ladrillo, sino en el despliegue de 5G y fibra óptica.
Este doble movimiento dibuja un futuro plausible: un Chile hiperconectado digitalmente, donde las transacciones y el trabajo fluyen a través de redes invisibles, mientras la infraestructura física lucha por seguir el ritmo. La pregunta que emerge es si esta nueva capa de conectividad digital logrará suturar las fracturas territoriales históricas. La crítica expresada en la carta sobre el “regionalismo de cartón” a propósito del postergado tren rápido a Valparaíso es elocuente. Mientras se celebra la conectividad digital y se invierte en proyectos puntuales como el del Biobío, las decisiones estratégicas que podrían reconfigurar el mapa físico del poder, como un tren que integre el principal puerto del país con la capital, siguen siendo relegadas. Esto podría conducir a un escenario de “islas de modernidad”: enclaves de alta tecnología y eficiencia en un océano de desconexión física y dependencia central.
La construcción del nuevo puente es, sin duda, una victoria para la Región del Biobío y un ejemplo de inversión descentralizada. Se alinea con el espíritu de la ley de “Regiones Más Fuertes”, que, como celebra la senadora del Maule, busca dotar a los territorios de mayores herramientas para su desarrollo. Sin embargo, este avance coexiste con una inercia centralista que se resiste a ceder el control.
La visión de la Liga Marítima de Chile es un duro contrapunto. Su denuncia de que el país vive “de espaldas al mar” y carece de una política portuaria integrada que articule a Valparaíso y San Antonio, revela que los grandes proyectos de infraestructura a menudo se conciben como esfuerzos aislados y no como parte de un sistema nacional coherente. La consecuencia es una planificación fragmentada, donde la lógica de Santiago sigue primando sobre una visión de desarrollo territorial equilibrado.
Un factor de incertidumbre clave será la capacidad de los gobiernos regionales para utilizar las nuevas atribuciones y recursos. ¿Lograrán articular visiones de desarrollo propias que desafíen el modelo central? O, por el contrario, ¿seguirán dependiendo de las prioridades y los ciclos políticos de la capital? El futuro podría oscilar entre un federalismo de facto, donde regiones con mayor peso económico y político logran impulsar sus proyectos, y una balcanización competitiva, donde la falta de una estrategia nacional fomenta la rivalidad entre territorios en lugar de la cooperación.
El futuro del viejo puente de 1889 es, por ahora, una página en blanco. EFE mantendrá la estructura, pero su uso final es una decisión pendiente. Este limbo es una metáfora poderosa del trato que Chile da a su patrimonio industrial y a su memoria colectiva. ¿Será un monumento, un paseo peatonal, o se dejará consumir por el óxido y el olvido? La respuesta definirá qué tanto valora el país las huellas de su pasado en la construcción de su futuro.
Esta disyuntiva sobre la memoria ocurre en un contexto donde nuevos actores globales ven oportunidades en las debilidades estructurales de Chile. El interés de conglomerados como EDGE Group de Emiratos Árabes en ofrecer soluciones tecnológicas para el control fronterizo, la vigilancia marítima y la ciberdefensa, muestra que la gestión del territorio ya no es un asunto exclusivamente nacional. Si el Estado no logra articular una visión soberana y coherente sobre su territorio —marítimo y terrestre—, el riesgo es que la gestión de sus fronteras y recursos sea progresivamente externalizada a actores privados y extranjeros con sus propias agendas.
El reemplazo del puente sobre el Biobío no es solo la historia de una estructura que se jubila. Es el reflejo de un país en una encrucijada. Las señales actuales dibujan un futuro dominante donde la conectividad digital avanza a gran velocidad, pero no necesariamente resuelve la fragmentación física y política. El riesgo latente es la consolidación de un “Chile archipiélago”: un conjunto de islas territoriales y económicas, algunas muy modernas y globalizadas, otras rezagadas, conectadas por frágiles puentes digitales pero sin un tejido nacional robusto que las integre.
Una posibilidad alternativa, más exigente pero más resiliente, es la de una “red integrada”. Un futuro donde la planificación de la infraestructura física y digital se aborde de manera sistémica, con una visión de Estado que reconozca el valor estratégico de sus regiones, sus puertos y su mar. Este camino requiere superar la inercia centralista y la amnesia histórica, y asumir que la verdadera conexión no se mide solo en megabits por segundo o en la velocidad de un tren, sino en la capacidad de un país para pensarse y construirse a sí mismo como un todo coherente.
El viejo puente conectaba dos riberas. El desafío que su retiro nos hereda es si las nuevas infraestructuras lograrán conectar a una nación o simplemente harán más evidentes sus fracturas.