Dos meses después de que el caso de Consuelo Ulloa, la astróloga conocida como Miau Astral, paralizara las redes sociales en Chile, el eco del estruendo digital comienza a decantarse, permitiendo observar con mayor claridad las grietas que dejó a su paso. La publicación de un extenso video de disculpas por parte de Ulloa, titulado elocuentemente "La bebé reno chilena se confiesa", no solo marca el fin de su personaje, sino que también funciona como un epílogo que nos obliga a volver sobre la historia, no para buscar culpables, sino para entender la anatomía de un fenómeno que nos refleja a todos.
Lo que comenzó como una grave acusación de acoso y hostigamiento por parte de Sergio Infante, un hombre que Ulloa conoció a través de una aplicación de citas, escaló a una velocidad vertiginosa. Impulsado por su similitud con la popular serie de Netflix Baby Reindeer, el caso se convirtió en el combustible perfecto para un tribunal popular ávido de dramas con villanos claros y héroes definidos. Las redes sociales se transformaron en una corte sin abogados ni jueces, donde la evidencia era un pantallazo y la sentencia, un hilo de Twitter.
La "funa", ese mecanismo de denuncia pública tan arraigado en la cultura chilena post-dictadura como herramienta de justicia ante la impunidad, mostró aquí su rostro más contemporáneo y complejo. La ira digital se dirigió masivamente contra Ulloa, trascendiendo la crítica y derivando en la filtración de su información personal —desde su dirección hasta exámenes médicos—, una práctica conocida como doxing.
Este desborde punitivo genera una disonancia cognitiva fundamental: ¿puede una persona acusada de acoso ser, a su vez, víctima de un acoso digital de escala masiva? La respuesta no es cómoda. Mientras la justicia formal seguía su curso —la Corte de Apelaciones finalmente acogió un recurso de protección a favor de Infante, ordenando a Ulloa abstenerse de contactarlo—, la justicia informal ya había dictado un veredicto mucho más expansivo y, en ciertos aspectos, más cruel.
En su video, Ulloa se hace cargo: "Me hago cargo y completamente responsable de lo que sucedió", afirma, aludiendo a un estado de salud mental precario en ese momento. Sin embargo, su testimonio también es una contra-denuncia: "No soy un monstruo, no soy una delincuente", declara, buscando reposicionarse desde el rol de victimaria absoluta al de una figura compleja, cuyas acciones reprobables no justifican la cacería de brujas que vivió.
Para comprender que el caso Miau Astral no es una anomalía, sino un síntoma, es útil observar otros eventos que siguieron una trayectoria similar. Semanas después, la tienda de vestuario femenino Pippa, con más de una década de trayectoria, se vio envuelta en una "funa" viral. Tras solicitar a un emprendimiento emergente que dejara de usar su marca registrada, los dueños de Pippa fueron acusados públicamente de "acosar" a una pyme.
La narrativa del "grande contra el chico" prendió con fuerza, amplificada por influencers que, con información incompleta, movilizaron a sus seguidores. El resultado fue una campaña de odio, amenazas de saqueo y un impacto real en su negocio y en la seguridad de sus trabajadores. Como en el caso de Ulloa, una disputa que tenía vías de resolución formales —legales, en este caso— fue secuestrada por la lógica del espectáculo digital, donde el matiz es enemigo del engagement.
Ambos casos exponen un patrón: una acusación (sea de acoso o de prácticas abusivas), la construcción de una narrativa simplificada, la amplificación por figuras de influencia y una turba digital que ejecuta una sentencia sin contrapesos. El resultado es una forma de justicia mediática que, si bien puede nacer de un impulso genuino por proteger a los vulnerables, a menudo termina causando daños desproporcionados y generando nuevas víctimas.
Con el cierre del personaje "Miau Astral" y las disculpas públicas de Consuelo Ulloa, el capítulo inicial de esta historia parece concluido. Sin embargo, el debate que desató sigue abierto y es más necesario que nunca. El caso nos ha forzado a mirarnos en un espejo que refleja nuestra propia participación en la cultura de la cancelación, nuestra relación con la salud mental y la facilidad con que nos sumamos a juicios colectivos sin considerar la humanidad completa de los involucrados.
La pregunta ya no es quién tuvo la culpa en el origen del conflicto, sino cuál es nuestra responsabilidad como sociedad digital. ¿Cómo se equilibra el derecho a la denuncia con la protección contra el linchamiento público? ¿Y cómo fomentamos un ecosistema digital que promueva la rendición de cuentas sin aniquilar a las personas en el proceso? La resaca del caso Miau Astral nos deja con la incómoda certeza de que, en la era de la viralidad, cualquiera puede pasar de ser espectador a protagonista de la próxima cacería digital.