Lo que comenzó a mediados de junio como una controvertida declaración del director del Servicio de Impuestos Internos (SII), Javier Etcheberry, quien afirmó que quienes reclaman por el pago de contribuciones son “el 20% más rico del país”, ha madurado en los últimos dos meses hasta convertirse en una de las discusiones más profundas sobre el modelo fiscal y de equidad territorial de Chile. La polémica inicial, que obligó a Etcheberry a rectificar sus dichos reconociendo un “problema social” subyacente, fue el catalizador para que la Unión Demócrata Independiente (UDI) lanzara una propuesta de alto impacto electoral: eliminar el pago de contribuciones para la primera vivienda. Esta iniciativa transformó un debate técnico y administrativo en un campo de batalla político, revelando las fracturas y dilemas del sistema que financia a los municipios del país.
La propuesta de la UDI, presentada a fines de junio, fue enmarcada como un acto de justicia para la clase media y los adultos mayores, a quienes se describió como “castigados” por un impuesto que grava el patrimonio y no los ingresos. Según el diputado Jorge Alessandri, la fórmula de cálculo es “opaca” y el impuesto “equivocado”, pues no considera deudas hipotecarias ni la capacidad de pago real de los propietarios. La idea era simple y atractiva: que el esfuerzo de toda una vida por una vivienda no se convirtiera en una carga tributaria perpetua.
La respuesta del gobierno no se hizo esperar. El Ministro de Hacienda, Mario Marcel, salió al paso con cifras contundentes, advirtiendo que la medida sería altamente regresiva. Según Marcel, el 45% de la recaudación por contribuciones habitacionales proviene de las comunas del “barrio alto” de Santiago (Las Condes, Vitacura, Lo Barnechea, Providencia y La Reina). Eliminar este cobro, argumentó, significaría un beneficio promedio anual de $3,3 millones para un propietario en Lo Barnechea, mientras que los ingresos del Fondo Común Municipal (FCM) —el mecanismo que redistribuye estos recursos a las comunas más pobres— se verían drásticamente reducidos. “¿Quiénes terminarán pagando esos beneficios? Lo pagarán las comunas pobres del país”, sentenció el ministro, poniendo sobre la mesa el dilema central: el alivio para algunos podría significar el desfinanciamiento de servicios básicos para otros.
El debate cristalizó al menos tres posturas claramente diferenciadas:
Para comprender la magnitud del debate, es indispensable entender el Fondo Común Municipal (FCM). Este mecanismo, creado en 1979, es la principal herramienta de solidaridad financiera entre los 345 municipios de Chile. Se nutre principalmente de un porcentaje de la recaudación de las contribuciones de las comunas con mayores ingresos. Así, lo que paga un propietario en Vitacura ayuda a financiar el alumbrado público, la recolección de basura o las áreas verdes en La Pintana. La propuesta de eliminar las contribuciones, por tanto, no es solo un debate tributario, sino un cuestionamiento directo a uno de los pocos pactos de redistribución territorial vigentes en el país. La discusión dejó en evidencia que tocar este impuesto implica redefinir el nivel de solidaridad que la sociedad chilena está dispuesta a asumir entre sus territorios.
Tras semanas de intensa discusión, la idea de una eliminación total ha perdido fuerza, dando paso a un consenso más amplio sobre la necesidad de reformar y modernizar el sistema. El debate ya no se centra en si el impuesto debe existir, sino en cómo hacerlo más justo, transparente y legítimo. Las propuestas ahora giran en torno a mejorar y ampliar los beneficios para adultos mayores, transparentar los procesos de reavalúo fiscal para que los ciudadanos comprendan qué y por qué pagan, y buscar fórmulas que alivien la carga sobre la clase media sin desmantelar el financiamiento municipal. La “guerra de las contribuciones” no ha terminado, pero su evolución ha forzado a todos los actores a confrontar la compleja realidad de que en un país tan desigual, las soluciones simples rara vez son las correctas.