La muerte de Clark Olofsson, el carismático criminal sueco cuya participación en un atraco en 1973 bautizó involuntariamente el “Síndrome de Estocolmo”, es más que el fin de una vida; es el cierre de un capítulo narrativo que ha moldeado durante medio siglo nuestra comprensión de la empatía bajo coacción. Olofsson, el hombre, ha muerto. Pero el síndrome, el mito, ahora huérfano de su protagonista original, entra en una nueva fase. Su deceso no es un punto final, sino un punto de inflexión que nos obliga a preguntarnos: ¿qué futuros le esperan a un concepto que ha servido para explicar desde la lealtad de un rehén hasta la dinámica de la política chilena? La respuesta no reside en el pasado, sino en las señales emergentes que redefinen hoy los contornos del cautiverio, el trauma y el poder.
El “Síndrome de Estocolmo” se desbordó rápidamente de los manuales de psicología para convertirse en un virus cultural. Su poder reside en su simplicidad: una etiqueta que ofrece una explicación aparentemente lógica para un comportamiento paradójico, la empatía de la víctima hacia su captor. Esta simplicidad lo hizo útil como metáfora y, con el tiempo, como arma retórica. En Chile, por ejemplo, analistas políticos han recurrido al término para describir la relación entre la centroderecha y la izquierda tras el estallido social de 2019, calificando de “síndrome” la aparente validación de un sector político que antes se percibía como una amenaza. Este uso ilustra cómo el concepto se ha convertido en un atajo para etiquetar como irracional una conducta política que no se comprende o no se comparte, sacrificando el matiz en favor del impacto.
Un futuro probable es la desintegración del “Síndrome de Estocolmo” como un diagnóstico monolítico. A medida que la conciencia sobre la complejidad del trauma crece, el término se revela cada vez más insuficiente. El trágico suicidio de Virginia Giuffre, una de las principales denunciantes de la red de abuso de Jeffrey Epstein, ofrece un contrapunto devastador a la idea de un vínculo empático con el agresor. Giuffre no desarrolló un síndrome; lideró una lucha feroz. Su muerte no habla de una extraña lealtad, sino del peso insoportable del trauma y de la violencia sistémica. Su historia, junto a la de innumerables sobrevivientes, impulsa un futuro donde el lenguaje psicológico se vuelve más preciso. En lugar de “síndrome”, podríamos hablar de “estrategias adaptativas de supervivencia”, un marco que devuelve la agencia a la víctima, reconociendo sus acciones no como una patología, sino como decisiones racionales dentro de una situación irracional y de extremo peligro.
Esta evolución lingüística tiene consecuencias profundas. Implica dejar de patologizar a las víctimas y empezar a analizar con mayor rigor las estructuras de poder que crean las condiciones para el cautiverio. Si esta tendencia se consolida, en una década el “Síndrome de Estocolmo” podría ser visto como un artefacto histórico, un primer intento, torpe pero significativo, de nombrar algo que ahora entendemos con mayor profundidad.
El cautiverio del siglo XXI rara vez involucra una bóveda de banco. Las rejas son a menudo invisibles, construidas con dinámicas sociales, ideológicas y digitales. El fenómeno de los “piños de menores” en las barras bravas chilenas es un claro ejemplo de cautiverio social. Niños y adolescentes son “capturados” por grupos de adultos que les ofrecen identidad, pertenencia y una falsa protección, a cambio de lealtad y su instrumentalización en actividades delictivas. Los padres, superados, describen cómo han perdido el control, mientras los líderes de los “piños” aseguran que “cuidan” a los menores. Es la misma dinámica de Estocolmo —protección ambigua, dependencia y poder—, pero atomizada en los barrios, lejos de las cámaras de televisión.
En el ámbito político, la coerción adopta otras formas. La senadora estadounidense Lisa Murkowski, al admitir que en su partido “todos tenemos miedo” de las represalias de un líder como Donald Trump, no describe un síndrome de empatía, sino un cautiverio ideológico mantenido por el temor. La lealtad no nace de un vínculo afectivo, sino de la amenaza de exclusión y castigo. Estos escenarios proyectan un futuro en el que nuestra atención se desplazará del análisis de la psicología del rehén individual al estudio de los mecanismos de captura colectiva que operan en grupos polarizados, cultos organizacionales y comunidades digitales.
El atraco de 1973 fue uno de los primeros dramas de rehenes transmitido en directo, convirtiendo a Olofsson y a los rehenes en personajes de una narrativa global. La muerte de Olofsson, junto con la popularidad de series como Clark de Netflix, garantiza que el ciclo mediático continuará. El tenso reencuentro televisado de los comediantes chilenos “el Indio” y “el Flaco”, donde uno de ellos acusó una “encerrona”, demuestra el apetito del ecosistema mediático por las confrontaciones que simulan situaciones de alta tensión.
El futuro del relato sobre el “Síndrome de Estocolmo” probablemente se bifurcará. Por un lado, una corriente académica y activista, impulsada por las voces de los sobrevivientes, luchará por una deconstrucción crítica del mito. Por otro, la industria del entretenimiento seguirá explotando su potencial dramático, produciendo documentales, series y ficciones que pueden reforzar o simplificar el concepto para el consumo masivo. La tensión entre estas dos fuerzas definirá la comprensión pública del fenómeno. La muerte de Olofsson no es el fin de la historia, sino el inicio de una batalla por su legado narrativo.
Clark Olofsson está muerto, pero el fantasma de Estocolmo sigue entre nosotros. Su fallecimiento nos despoja de la comodidad de la anécdota original y nos obliga a mirar de frente las dinámicas de poder que nos rodean. La pregunta ya no es qué ocurrió en aquel banco sueco, sino qué nuevas formas de sumisión y empatía están emergiendo en nuestras sociedades, y qué lenguaje, más allá de los síndromes, necesitaremos para nombrarlas y, quizás, para resistirlas.