En un país donde la desconfianza hacia las instituciones es moneda corriente, las universidades chilenas se mantienen como uno de los pocos espacios que aún gozan de la confianza ciudadana. La Encuesta Bicentenario 2025 confirmó que las universidades lideran el ranking de instituciones confiables, superando incluso a las Fuerzas Armadas y Carabineros. Este fenómeno no es casual: se atribuye a un compromiso percibido con la verdad, la investigación abierta y el servicio público, valores que se sienten auténticos para la ciudadanía.
Sin embargo, esta confianza se encuentra bajo amenaza. Desde mediados de 2025, el debate en torno al proyecto de Financiamiento de la Educación Superior (FES) ha encendido alarmas en la comunidad académica y sectores sociales. El FES condiciona parte importante del financiamiento universitario a aportes estatales con aranceles regulados, limitando la capacidad autónoma de las casas de estudio para decidir sobre su oferta académica y planes de desarrollo.
Para algunos, como la vicerrectora académica Soledad Arellano, esta situación representa un riesgo tangible: 'No vaya a ser que por el empecinamiento de terminar con el CAE, terminemos de paso con la autonomía universitaria, perjudicando la calidad de la educación y la contribución a la sociedad democrática.' La percepción es que la autonomía universitaria es más que una prerrogativa: es un pilar indispensable para mantener la innovación, la investigación crítica y la formación de ciudadanos capaces de convivir con el desacuerdo.
Desde otro ángulo, voces críticas como José Manuel Valdivieso, de la Fundación P!ensa, advierten que 'el FES, aunque bien intencionado, puede generar una división dentro del sistema universitario entre instituciones de primera y segunda categoría, con un efecto segregador que ya se ha visto en otros ámbitos educativos.' Esta perspectiva alerta sobre la tensión entre la igualdad formal y las desigualdades estructurales que podrían profundizarse.
En la arena política, el debate se ha polarizado. Sectores progresistas ven en el FES una herramienta para democratizar el acceso y corregir distorsiones históricas, mientras que actores conservadores y representantes universitarios reclaman por la pérdida de autonomía y el riesgo de burocratización.
En regiones, la discusión adquiere matices particulares. Universidades fuera del Gran Santiago temen que las restricciones presupuestarias y la centralización de decisiones afecten su capacidad para responder a las necesidades locales y mantener proyectos innovadores. La autonomía, para ellos, es sinónimo de adaptación y pertinencia territorial.
Finalmente, la ciudadanía observa con preocupación y distancia. La confianza en las universidades se mantiene, pero también crece la inquietud sobre la influencia política en la educación superior y el futuro de un sistema que, hasta ahora, ha sido un bastión de formación crítica.
Tras meses de debate, la verdad que emerge es clara: la autonomía universitaria no es un lujo ni un privilegio aislado, sino un componente esencial para la salud democrática y el desarrollo cultural y científico del país. El desafío está en encontrar un equilibrio que permita una financiación justa y sostenible, sin sacrificar la libertad académica ni la diversidad de proyectos educativos.
Las consecuencias ya comienzan a verse en la planificación institucional, en la percepción pública y en la configuración del sistema universitario chileno, que enfrenta un momento decisivo para definir su identidad y su rol en la sociedad del siglo XXI.
2025-11-13
2025-10-14