
Dos crímenes que sacuden la percepción de seguridad en Chile: uno en la periferia urbana de La Pintana y otro en la zona rural de Graneros.
El 10 de noviembre de 2025 fue hallado el cuerpo sin vida de Valentina Fernanda Alarcón Molina, tras 15 días desaparecida, en una vivienda usada para la venta de drogas en La Pintana. Su único detenido, Robinson Saunders González, alias “El Cebolla” o “El Colombiano”, fue formalizado por secuestro con femicidio y robo con homicidio, enfrentando la posibilidad de presidio perpetuo. La Fiscalía Sur destacó que la georreferenciación del celular de la víctima fue clave para su hallazgo y que la víctima había llegado a ese domicilio para consumir drogas, donde fue forzada a un abuso sexual antes de morir por asfixia.
Paralelamente, en marzo de 2025, el matrimonio Carolina Calleja y Rodrigo González fue baleado en su parcela en Graneros durante un robo. El quinto implicado en el caso, Martín Enrique González Campos, fue detenido y puesto en prisión preventiva, sumándose a otros cuatro miembros de la llamada banda del 6-5. Esta banda se especializaba en robos en zonas rurales, utilizando herramientas digitales como Google Maps para seleccionar objetivos.
Desde el ámbito judicial, ambos casos evidencian un esfuerzo por parte del Ministerio Público y la Policía de Investigaciones (PDI) para desarticular bandas criminales que operan con violencia extrema y cierto grado de organización. El fiscal Alfredo Cerri señaló que la limpieza posterior en el caso de La Pintana busca ocultar evidencia y continuar actividades ilícitas.
Sin embargo, desde sectores sociales y comunitarios, estos hechos han reavivado el debate sobre la seguridad en barrios periféricos y zonas rurales. Mientras algunos atribuyen la violencia a problemas estructurales como la pobreza, el narcotráfico y la falta de oportunidades, otros reclaman mayor presencia policial y políticas de prevención más efectivas. En Graneros, la sofisticación del delito —uso de tecnología para planificar robos— ha generado alarma en comunidades rurales que tradicionalmente se consideraban más seguras.
Políticamente, la derecha ha enfatizado la necesidad de endurecer las penas y aumentar recursos para las fuerzas del orden, mientras que sectores de izquierda y organizaciones sociales llaman a abordar las causas profundas de la violencia, como la desigualdad y la exclusión social.
Ambos casos, con sus similitudes y diferencias, revelan la complejidad de la violencia en Chile en 2025. No se trata solo de delincuentes aislados, sino de estructuras organizadas que aprovechan tanto espacios urbanos vulnerables como zonas rurales aparentemente desconectadas.
La prisión preventiva dictada en ambos casos es una medida cautelar que busca garantizar la investigación, pero también plantea preguntas sobre la eficacia a largo plazo del sistema penal para disuadir estos crímenes.
Además, la utilización de tecnologías para cometer delitos —ya sea para planificar robos o para rastrear víctimas— añade una capa adicional de desafío para las autoridades.
Como advierte el prefecto inspector Jorge Abate, jefe nacional de Delitos Contra las Personas de la PDI, “la violencia no respeta territorios ni clases sociales, y su combate requiere un enfoque integral.”
En definitiva, estos dos crímenes, que han conmocionado a sus respectivas comunidades, invitan a una reflexión profunda sobre cómo Chile enfrenta la inseguridad en sus múltiples dimensiones, y cómo las respuestas judiciales, policiales y sociales deben articularse para evitar que tragedias similares se repitan.