
Estación Central, una comuna que ha sido escenario de una transformación urbana vertiginosa, se encuentra hoy en el epicentro de una crisis habitacional que supera la mera escasez de viviendas para convertirse en un problema estructural de calidad de vida y planificación urbana. En los últimos diez años, la población de esta zona metropolitana se triplicó, impulsada por la construcción masiva de torres residenciales que hoy son conocidas como ‘guetos verticales’.
Estas construcciones, que en su mayoría superan los 30 pisos y albergan cientos de departamentos diminutos, se han convertido en cápsulas de hacinamiento y precariedad. Loreto Rojas-Symmes, doctora en estudios urbanos, señala que “es el síntoma de una ciudad entendida como activo financiero, donde los espacios de vida se subordinan a la lógica del rendimiento económico”. Esta visión plantea que la vivienda ya no es un derecho ni un espacio para la vida digna, sino un producto financiero cuyo valor se mide en metros cuadrados y rentabilidad.
Cuatro grandes edificios permanecen hoy como ‘fantasmas’ en Estación Central, construidos pero sin recibir la recepción final del municipio, lo que impide su habitabilidad oficial. Esta situación ha generado una encrucijada política y social: mientras las inmobiliarias presionan por su aprobación, la municipalidad, bajo la administración del alcalde Felipe Muñoz, ha adoptado una postura técnica y legalista, argumentando incumplimientos normativos y defendiendo la calidad de vida de sus habitantes.
Muñoz sostiene que “no se trata de una pugna, sino de un enfoque integral. Entendemos la urgencia habitacional, pero esta no puede resolverse a costa de reproducir modelos perversos de urbanización”. Su discurso refleja la tensión entre la necesidad de soluciones habitacionales inmediatas y la resistencia a aceptar desarrollos que podrían agravar la precariedad.
Desde el punto de vista de los residentes, muchos de ellos migrantes venezolanos y colombianos, la experiencia cotidiana es dura. Carmen Araujo, quien llegó a una de estas torres en 2018, describe un ambiente marcado por el hacinamiento, la inseguridad y la saturación de servicios. “Son como mundos en sí mismos”, dice, señalando la falta de espacios comunes y el colapso de infraestructura básica.
Este fenómeno ha generado una serie de conflictos sociales visibles: denuncias por ruidos molestos, agresiones a inspectores municipales, y la proliferación de actividades informales dentro de los edificios, desde guarderías hasta venta de comida y servicios técnicos.
En el nivel político, la controversia se extiende hacia el interior del Frente Amplio, donde la gestión de Muñoz ha sido cuestionada por su giro pragmático respecto a las inmobiliarias. Por otro lado, la Seremi de Vivienda ha instado a acelerar la aprobación de planes reguladores comunales para evitar que situaciones como la de Estación Central se repitan, enfatizando la necesidad de planificación urbana armónica.
Un dictamen de la Contraloría General de la República ordenó que las recepciones finales de los edificios deben ajustarse a la normativa vigente al momento de su construcción, destrabando así algunos puntos legales que paralizaban los proyectos. Sin embargo, la falta de un Plan Regulador Comunal vigente hasta hace poco generó una superposición de normativas que permitió la proliferación de estos megaedificios sin control.
Finalmente, las consecuencias de esta crisis son tangibles: un aumento en la precariedad habitacional, la normalización del hacinamiento en zonas centrales, y un desgaste en la calidad de vida de miles de personas. La decisión que tome Estación Central no solo definirá el futuro de esta comuna, sino que será un espejo para otras ciudades chilenas que enfrentan desafíos similares.
En conclusión, la historia de Estación Central es la de un choque entre el mercado inmobiliario, la gestión pública y las necesidades reales de sus habitantes. La tensión entre crecimiento económico y calidad de vida, entre urgencia habitacional y planificación sostenible, revela que el problema no es solo de metros cuadrados, sino de visión y prioridades sociales. La lección es clara: sin un marco regulador sólido y un compromiso genuino con la dignidad urbana, las ‘soluciones’ habitacionales pueden terminar siendo tragedias para quienes las habitan.