
Un nuevo capítulo en la historia del metal chileno se ha ido escribiendo desde comienzos de 2025, con la irrupción de bandas y artistas que no solo rescatan la esencia del género, sino que también lo reconfiguran desde sus raíces más profundas. Metal Hazard lanzó "Treated like a thrash" en marzo, marcando un punto de inflexión para la escena local. Pero este fenómeno no se limita a un solo nombre: Rafael Cheuquelaf, Germanini, Gaman y Dani Blue han aportado sonidos y narrativas que amplían el espectro del metal y sus fusiones con otros estilos.
El disco "Huellas atávicas" de Rafael Cheuquelaf, lanzado en abril, ha sido destacado por la crítica por su integración de elementos mapuche con la agresividad del metal. Esta mixtura ha generado debate entre puristas del género y quienes abogan por la innovación cultural. Por un lado, sectores tradicionales del metal chileno ven con recelo estas fusiones, argumentando que diluyen la identidad del género. Por otro, un grupo creciente de jóvenes y académicos celebra esta hibridación como una forma legítima de expresión que conecta con las raíces indígenas y la realidad contemporánea.
Germanini, en colaboración con artistas urbanos como Lucky Brown y Marcianeke, ha llevado el metal a un terreno de diálogo con el trap y el reguetón, evidenciando una escena musical chilena cada vez más plural y compleja. “Estamos rompiendo barreras que parecían infranqueables, la música es un lenguaje vivo que debe reflejar nuestro tiempo,” señaló Germanini en entrevista con Cooperativa.
Desde el mundo político, la escena metalera ha sido vista a través de prismas distintos. Algunos sectores de izquierda valoran este movimiento por su capacidad de dar voz a las periferias culturales y sociales, mientras que voces conservadoras critican la supuesta "irreverencia" y "ruptura con tradiciones" que estas expresiones musicales representan.
En regiones como La Araucanía y el Biobío, el metal con raíces indígenas ha cobrado particular relevancia, funcionando como un canal para expresar reivindicaciones históricas y sociales. Sin embargo, esta relación no está exenta de tensiones, pues algunos actores comunitarios advierten que la comercialización del género podría trivializar sus mensajes.
La irrupción de estas nuevas sonoridades también ha puesto en evidencia los desafíos que enfrenta la industria musical chilena: la falta de infraestructura para géneros alternativos, la precariedad laboral de músicos y la dificultad para acceder a mercados internacionales. Aunque plataformas digitales han facilitado la difusión, la sustentabilidad económica sigue siendo un problema central.
Cinco meses después de la explosión de esta nueva ola metalera, queda claro que no se trata de una moda pasajera. La escena ha madurado, mostrando una pluralidad de voces y estilos que desafían las categorías tradicionales. La tensión entre tradición y modernidad, entre identidad y globalización, es el motor que impulsa este fenómeno cultural.
Lejos de uniformar el metal chileno, esta diversidad ha abierto un espacio de diálogo y confrontación que refleja las complejidades sociales del país. La música, en este sentido, aparece como un espejo donde se reflejan las disputas culturales, políticas y económicas que atraviesan a Chile en 2025.
La pregunta que queda es si esta escena podrá consolidarse como un actor estable dentro del panorama musical nacional o si sus tensiones internas y externas la llevarán a fragmentarse o diluirse. Por ahora, el metal chileno vive un momento de efervescencia que invita a escuchar con atención y sin prejuicios.