
Un coloso de agua en la zona central de Chile ha comenzado a tomar forma, pero no sin levantar una arena donde se enfrentan distintos actores que disputan el futuro hídrico de Valparaíso y la Región Metropolitana. El 21 de octubre de 2025, Aguas Pacífico adjudicó la operación y mantenimiento de la primera planta desalinizadora multipropósito a la empresa francesa Veolia. Esta planta, con un avance del 86% y prevista para entrar en operaciones durante el primer semestre de 2026, promete entregar hasta 1.000 litros por segundo de agua desalinizada, transportada a clientes urbanos y rurales, como los Servicios Sanitarios Rurales de Limache y Olmué.
Para sus promotores, este proyecto es un hito. 'La planta funcionará con un 100% de energías renovables y empleará un 60% de mano de obra local', explican desde Veolia, que se impuso en un proceso donde participaron seis empresas. La inversión total alcanza los US$1.200 millones, con un contrato que podría extenderse hasta 2040, asegurando un suministro estable y sostenible para una de las regiones más afectadas por la sequía prolongada.
Desde el punto de vista económico y tecnológico, la planta representa un salto en la gestión del recurso hídrico, combinando innovación y compromiso ambiental. Sin embargo, el brillo de esta promesa enfrenta sombras que no se pueden ignorar.
Por un lado, autoridades regionales y sectores empresariales celebran el proyecto como una solución necesaria ante la crisis hídrica que afecta a la zona central desde hace años. 'Esta iniciativa es un paso decisivo para garantizar agua potable y fortalecer la resiliencia de nuestras comunidades', señaló una autoridad regional en una reciente entrevista.
No obstante, organizaciones sociales y ambientales han expresado preocupación por la falta de participación ciudadana durante la etapa de diseño y la posible afectación a ecosistemas marinos. 'La desalación no es una panacea y puede traer impactos que aún no se han evaluado con rigor científico ni social', advierten desde colectivos ecologistas de Valparaíso.
Además, algunos sectores rurales alertan sobre la distribución efectiva del agua y temen que los recursos se concentren en áreas urbanas dejando rezagados a los pequeños agricultores y comunidades más vulnerables.
Este enfrentamiento de perspectivas no es nuevo en Chile, donde la gestión del agua se ha convertido en una arena política y social. La planta desalinizadora de Valparaíso se presenta como un caso emblemático de cómo las soluciones tecnológicas deben conjugarse con procesos inclusivos y evaluaciones ambientales robustas.
La planta comenzará a operar en 2026, pero sus efectos ya se sienten en la región: desde la generación de empleos hasta la movilización de debates sobre gobernanza hídrica. La transparencia en la gestión, la fiscalización ambiental y la integración de las comunidades serán claves para que este proyecto no solo sea un éxito técnico, sino también social.
En definitiva, la historia de esta planta desalinizadora es un espejo donde se reflejan las tensiones y esperanzas de un Chile que busca asegurar su futuro hídrico en medio del cambio climático y la desigualdad. El desafío está planteado y el público observa expectante cómo se desarrollará esta tragedia y comedia de la gestión del agua en la región central.