
A seis meses desde que se declaró oficialmente la emergencia hídrica en las regiones de Arica y Parinacota, Tarapacá y Antofagasta, el panorama sigue siendo desolador y cargado de tensiones. El 15 de mayo de 2025, el Ministerio de Obras Públicas reconoció la falta de agua potable para más de 1,5 millones de habitantes en el norte grande, un fenómeno que ha ido más allá de una simple crisis climática para convertirse en un conflicto social y político de múltiples aristas.
La conjunción de una sequía prolongada, que acumula ya más de siete años, con la sobreexplotación de acuíferos y la falta de inversión en infraestructura ha sido el caldo de cultivo para esta catástrofe. Según datos de la Dirección General de Aguas (DGA), los niveles subterráneos han caído en promedio un 40% desde 2018 en las principales cuencas del norte, afectando no solo el consumo humano sino también la agricultura, el principal motor económico regional.
En paralelo, la crisis ha expuesto la fragilidad de los sistemas de distribución y la ausencia de una planificación integrada que considere las demandas futuras y el cambio climático. La respuesta estatal, hasta ahora, ha oscilado entre medidas paliativas como camiones aljibe y subsidios, y promesas de proyectos de largo plazo que aún no se concretan.
“No podemos seguir viendo cómo se privilegia el uso industrial y minero por sobre el derecho al agua de las comunidades”, reclama Rosa Mamani, dirigente de la comunidad aymara de Putre. Esta voz representa a un sector indígena que ha salido a las calles denunciando un patrón histórico de exclusión y saqueo ambiental.
Por otro lado, representantes del sector minero argumentan que “la industria es clave para el desarrollo del país y genera empleos que no pueden ser puestos en riesgo”, y apelan a la innovación tecnológica para reducir el consumo de agua en sus procesos.
Las autoridades regionales, en tanto, se encuentran atrapadas entre la presión social y las limitaciones presupuestarias. El intendente de Tarapacá, en entrevista con La Tercera, admitió que “la crisis supera nuestra capacidad operativa y requiere un plan nacional con visión de largo plazo”, pero reconoció la lentitud en la implementación de medidas concretas.
La crisis no solo ha desatado protestas y conflictos territoriales, sino que ha provocado un éxodo interno hacia centros urbanos, aumentando la vulnerabilidad social y la presión sobre servicios básicos. En el ámbito sanitario, se han reportado brotes de enfermedades vinculadas a la calidad del agua y la desnutrición infantil ha aumentado en zonas rurales.
La agricultura, tradicionalmente un pilar económico y cultural, está en jaque. Más de un 30% de las tierras cultivables en la zona han quedado sin producción este año, según el Instituto de Desarrollo Agropecuario (INDAP).
Esta crisis hídrica es más que un fenómeno natural: es una tragedia social y política que desnuda las falencias estructurales del país en materia de gestión del agua y equidad territorial. Las tensiones entre desarrollo económico, derechos indígenas y sustentabilidad ambiental son el núcleo del conflicto, y hasta ahora no se ha logrado un equilibrio ni una respuesta integral.
Lo que está en juego es la supervivencia misma de comunidades enteras y la posibilidad de un desarrollo regional justo y sostenible. La historia reciente muestra que las soluciones fragmentadas y de corto plazo solo agravan el problema. Chile enfrenta un desafío que exige no solo recursos, sino también voluntad política, diálogo profundo y un cambio cultural respecto al agua como bien común.
Fuentes consultadas incluyen informes oficiales de la Dirección General de Aguas, entrevistas con dirigentes indígenas y representantes del sector minero, así como análisis de organismos internacionales sobre cambio climático y gestión hídrica.