
En abril de 2025, un sismo de magnitud 3.6 sacudió la región norte de Chile, específicamente a 34 kilómetros al sur de Mina Collahuasi, recordándonos la constante vulnerabilidad del país ante los movimientos telúricos. Más allá de la intensidad, que muchos calificaron como moderada, la repercusión social y política ha ido madurando en los meses posteriores, evidenciando un escenario complejo y lleno de tensiones.
El sismo, registrado a una profundidad de 122 km, fue apenas perceptible para la mayoría, pero se convirtió en el catalizador de un debate profundo sobre la preparación ante desastres naturales en Chile. Expertos del Centro Sismológico Nacional de la Universidad de Chile señalaron que esta actividad es parte del comportamiento esperado en el Cinturón de Fuego del Pacífico, donde convergen las placas tectónicas de Nazca y Sudamericana. Sin embargo, la pregunta que persiste es si las medidas preventivas y las políticas públicas acompañan esta realidad geológica.
Desde la perspectiva gubernamental, el Servicio Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres (Senapred) reiteró sus protocolos y recomendaciones para la población, enfatizando la importancia de mantener la calma, identificar zonas seguras y contar con un plan familiar. No obstante, en el Congreso y diversos sectores políticos, la discusión ha girado en torno a la insuficiencia de recursos destinados a la prevención y educación sísmica, especialmente en zonas rurales y comunidades indígenas.
Las voces ciudadanas revelan una mezcla de resignación y exigencia. En regiones afectadas, como Tarapacá y Antofagasta, habitantes han expresado frustración por la falta de simulacros efectivos y la precariedad en la infraestructura. Una dirigente vecinal señaló: "No basta con saber que estamos en una zona sísmica, necesitamos acciones concretas que nos protejan y preparen". Por otro lado, sectores empresariales ligados a la minería, pieza clave en la economía regional, han promovido inversiones en tecnología para monitoreo avanzado, aunque sin un enfoque claro hacia la comunidad general.
Este cruce de perspectivas no es nuevo, pero la reciente actividad sísmica ha puesto en evidencia la brecha entre la teoría y la práctica. Mientras el Estado insiste en la difusión de recomendaciones, la realidad muestra que muchas viviendas no cumplen con las normativas antisísmicas, y la educación en desastres sigue siendo limitada en el currículo escolar.
En términos históricos, Chile ha sido un referente mundial en gestión de riesgos sísmicos, pero la evolución de las políticas públicas ha sido desigual y muchas veces reactiva. El temblor de abril, aunque menor en magnitud, ha servido para desnudar esta fragilidad estructural.
Así, la verdad que emerge es clara: Chile sigue siendo un país sísmico, con un sistema de prevención que debe avanzar más allá de la comunicación y la normativa para lograr una cultura de prevención real y efectiva. Las consecuencias visibles son un llamado urgente a la acción coordinada entre autoridades, expertos y comunidades, para que la próxima tragedia no sea la confirmación de una falla social, además de geológica.