
En las últimas 48 horas, el norte de Chile ha sido sacudido por una serie de movimientos sísmicos que, aunque de moderada intensidad, han reactivado el debate sobre la preparación del país para un terremoto de gran magnitud. El 30 de noviembre a las 04:56 horas se registró un sismo de magnitud 3.2 a 54 km al noreste de Calama, con una profundidad de 120 km, y a las 02:59 horas otro de magnitud 3.0 a 29 km al este de Calama, a 29 km de profundidad. Estos eventos, reportados por el Centro Sismológico Nacional de la Universidad de Chile, si bien no causaron daños ni víctimas, han puesto en alerta a las autoridades y a la ciudadanía.
Desde una perspectiva técnica, expertos señalan que la profundidad y ubicación de estos sismos corresponden a movimientos esperables en la zona de subducción entre las placas de Nazca y Sudamericana, área históricamente activa y responsable de los grandes terremotos que han marcado la historia del país. Sin embargo, la ocurrencia frecuente de estos temblores menores invita a reflexionar sobre la acumulación de energía tectónica y el riesgo latente.
"Estos sismos son recordatorios de que Chile vive en una zona sísmica activa, y cada movimiento es una señal para revisar y fortalecer nuestras capacidades de respuesta", afirma una especialista en geología de la Universidad de Chile.
En el plano social y político, la discusión se ha polarizado. Por un lado, sectores gubernamentales destacan los avances en normativas de construcción antisísmica y los planes de emergencia desarrollados por Senapred, enfatizando la importancia de la educación ciudadana y la infraestructura resiliente. Por otro, voces críticas desde organizaciones sociales y académicas advierten que la desigualdad en el acceso a viviendas seguras y la dispersión regional de recursos limitan la efectividad real de las políticas públicas.
"No basta con tener planes en papel; la experiencia de eventos pasados muestra que las zonas más vulnerables siguen siendo las que sufren mayores daños y pérdidas humanas", señala un representante de una ONG de derechos urbanos.
En regiones como Antofagasta y Calama, donde la actividad minera y el crecimiento urbano son intensos, la preocupación se mezcla con la expectativa de que las autoridades locales y nacionales tomen medidas más rigurosas para mitigar riesgos. Además, la reciente memoria del terremoto y tsunami del 27 de febrero de 2010, que dejó profundas huellas sociales y económicas, sigue vigente como antecedente doloroso.
Finalmente, las recomendaciones del Servicio Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres (Senapred) insisten en la importancia de mantener la calma, conocer las rutas de evacuación, asegurar elementos básicos de emergencia y educar a la población para actuar eficazmente ante un sismo.
La realidad es que Chile continúa siendo un país sísmicamente activo, con una población que, aunque más preparada que en décadas anteriores, enfrenta desafíos estructurales para una protección integral. La tensión entre la inevitabilidad de la naturaleza y la capacidad humana para anticipar y responder a sus embates se mantiene como un desafío central para el país. Este nuevo episodio sísmico, aunque menor, nos recuerda que la tragedia no es una cuestión de si ocurrirá, sino de cuándo y con qué consecuencias, poniendo a prueba la resiliencia colectiva y la voluntad política.
La historia reciente y las voces diversas confluyen en una conclusión clara: la preparación debe ser constante, inclusiva y adaptada a las realidades regionales para evitar que el próximo gran terremoto se convierta nuevamente en una tragedia de proporciones mayúsculas.