
El 11 de abril de 2025, a las 16:12 horas locales, un sismo de magnitud 4.0 remeció la ciudad de Calama, epicentro de una región que, aunque acostumbrada a la actividad sísmica, volvió a enfrentar la incertidumbre y el temor que despiertan estos eventos. El movimiento telúrico se registró a 66 kilómetros de Calama y tuvo una profundidad de 120 kilómetros, según el Centro Sismológico Nacional (CSN).
La sacudida, aunque no causó daños materiales significativos ni víctimas, reactivó un debate que ha ido madurando con los meses y que hoy, siete meses después, permite evaluar con perspectiva las fortalezas y debilidades de la respuesta local y el impacto social.
Desde el punto de vista de las autoridades regionales, el sismo fue una prueba superada. “Los protocolos de emergencia funcionaron adecuadamente, y la población mantuvo la calma, lo que es un avance en cultura de prevención,” señaló un representante de la Oficina Nacional de Emergencias (ONEMI) en Antofagasta. Sin embargo, en el terreno, la percepción ciudadana fue más diversa. Vecinos de sectores periféricos reportaron dificultades para acceder a información oficial y una sensación de abandono en la gestión de riesgos, especialmente en barrios con infraestructura precaria.
En contraste, expertos en sismología y gestión de riesgos han aprovechado el episodio para insistir en la necesidad de fortalecer la educación sísmica y mejorar la resiliencia urbana. “Chile está en el corazón del Anillo de Fuego del Pacífico, donde la actividad sísmica es la norma, no la excepción. Este evento, aunque moderado, revela que no podemos bajar la guardia,” advierte la geóloga María Fernanda Rojas, de la Universidad de Chile.
Calama, ubicada en la Región de Antofagasta, se encuentra en una zona de subducción entre la Placa de Nazca y la Placa Sudamericana, lo que la expone a constantes movimientos telúricos. El Anillo de Fuego del Pacífico concentra el 90% de la actividad sísmica mundial y el 81% de los terremotos más fuertes. Esta realidad geológica se combina con un crecimiento urbano acelerado, impulsado por la minería, que tensiona la capacidad de la ciudad para implementar medidas de prevención efectivas y equitativas.
Desde una perspectiva social, el sismo mostró cómo las desigualdades territoriales influyen en la experiencia del desastre. Mientras sectores acomodados cuentan con viviendas y sistemas de alerta más robustos, las comunidades más vulnerables enfrentan mayores riesgos y menos acceso a recursos para la recuperación.
A siete meses del sismo, queda claro que el episodio en Calama no fue un simple temblor aislado, sino un espejo de desafíos estructurales en la gestión del riesgo sísmico. La tensión entre la percepción oficial y la experiencia ciudadana revela una brecha que urge cerrar para evitar que futuras emergencias se traduzcan en tragedias evitables.
“No basta con reaccionar ante el evento, hay que anticiparse y planificar con inclusión social,” concluye Rojas, enfatizando que la resiliencia debe ser un proyecto colectivo y transversal.
En definitiva, el sismo de abril dejó una enseñanza clara: la fragilidad no solo está en la tierra que tiembla, sino en las estructuras sociales y políticas que deciden cómo y para quién se prepara el país frente a sus inevitables sacudidas.