
El temblor del 4 de abril de 2025 registrado cerca de Calama con magnitud 3.7 y otro en Mina Collahuasi de 3.9, aunque imperceptibles para gran parte de la población, reavivaron el debate sobre la preparación sísmica en Chile. A ocho meses de estos eventos, la reflexión sobre las vulnerabilidades y fortalezas del país frente a su inevitable realidad tectónica se impone con urgencia.
Desde el epicentro de la discusión, el Servicio Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres (Senapred) insiste en la importancia de la educación ciudadana y las medidas preventivas. “No es cuestión de si ocurrirá un terremoto mayor, sino cuándo y cómo estaremos preparados para enfrentarlo”, señala un portavoz institucional.
Sin embargo, la mirada no es unívoca. Desde las regiones del norte, donde se registraron estos movimientos, se plantean críticas hacia la centralización de recursos y la falta de inversión en infraestructura resistente. Comunidades locales denuncian que las políticas nacionales no siempre consideran las particularidades geográficas y sociales del territorio.
En el plano político, la discusión se fragmenta. Mientras sectores conservadores defienden la continuidad de los protocolos actuales y la inversión en tecnología de alerta temprana, voces progresistas y organizaciones sociales demandan un enfoque integral que incluya educación continua, fortalecimiento comunitario y justicia territorial. “La prevención no puede ser solo un asunto técnico, debe ser una política pública con enfoque social”, argumentan.
La sociedad civil, por su parte, exhibe una dualidad notable. Por un lado, existe una conciencia creciente sobre la necesidad de preparación individual y familiar; por otro, persiste una sensación de vulnerabilidad y desconfianza hacia las autoridades. Encuestas recientes muestran que un porcentaje significativo de la población aún no tiene un plan claro para actuar ante un sismo de mayor magnitud.
Históricamente, Chile ha sido un laboratorio de resiliencia sísmica, con terremotos que han marcado no solo su geografía sino también su cultura y política. Esta experiencia acumulada ha generado avances en normativas de construcción y sistemas de alerta, pero también ha dejado al descubierto desigualdades y brechas en la implementación efectiva.
El desafío actual, entonces, no es solo tecnológico o institucional, sino profundamente cultural y social. La convivencia con la amenaza sísmica exige un diálogo plural y sostenido que reconozca las distintas realidades del país y que transforme la prevención en un acto colectivo y permanente.
En definitiva, la verdad incontrovertible es que Chile seguirá siendo un territorio expuesto a movimientos sísmicos. La pregunta que queda en pie es cómo, desde la diversidad de actores y perspectivas, se podrá construir una sociedad más preparada, informada y cohesionada para enfrentar esta tragedia anunciada. La respuesta, como siempre, se juega en el terreno del tiempo y la voluntad política y social.