
En la última semana de marzo de 2025, un sistema frontal se desplegó desde la Patagonia hasta la zona central, dejando una huella que aún se discute en distintos ámbitos del país. El evento meteorológico, que comenzó el 28 de marzo y se extendió hasta el 30, trajo precipitaciones normales a moderadas y vientos con ráfagas de hasta 90 km/h en la Patagonia, afectando diez regiones desde Coquimbo hasta Aysén. La Dirección Meteorológica de Chile (DMC) emitió siete avisos, mientras que el Servicio Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres (SENAPRED) declaró alertas tempranas preventivas en varias zonas.
Desde el gobierno, la evaluación oficial destacó la coordinación interinstitucional y la anticipación en la emisión de avisos. “La preparación y los protocolos activados permitieron minimizar daños mayores y proteger a la población vulnerable”, señaló un portavoz del Ministerio del Interior. Sin embargo, voces desde las regiones afectadas relatan una experiencia más compleja. En sectores rurales del Maule y Ñuble, comunidades reportaron cortes prolongados de energía y dificultades en el acceso a servicios básicos durante y después del paso del sistema frontal.
Una dirigente comunitaria de la precordillera de Los Ríos comentó: “Aunque sabíamos que venía la lluvia, la falta de respuesta rápida nos dejó aislados y con sensación de abandono”. Esta disonancia entre la narrativa oficial y la experiencia local revela una brecha persistente en la gestión de emergencias, especialmente en territorios con infraestructura más frágil.
El episodio también se convirtió en un terreno de disputa política. La oposición cuestionó la suficiencia de las medidas preventivas y la inversión en infraestructura resiliente. Desde la bancada de un partido de centroizquierda se señaló que “estos eventos serán cada vez más frecuentes, y Chile no está preparado para enfrentar el cambio climático con políticas públicas robustas y sostenibles”. En contraste, sectores oficialistas defendieron la respuesta estatal y destacaron los avances en sistemas de alerta temprana y coordinación regional.
Además, organizaciones ambientalistas aprovecharon la ocasión para insistir en la urgencia de políticas integrales que vinculen la gestión de riesgos con la mitigación del cambio climático. “No basta con reaccionar a las emergencias, hay que prevenirlas desde la raíz, reduciendo la vulnerabilidad social y ambiental”, afirmaron líderes de ONG nacionales.
A casi ocho meses del evento, los análisis técnicos coinciden en que, si bien no hubo daños catastróficos, el sistema frontal dejó en evidencia la fragilidad de ciertos sectores y la necesidad de mejorar la infraestructura, especialmente en zonas rurales y aisladas. Los cortes eléctricos y las interrupciones en caminos secundarios fueron los problemas más recurrentes reportados.
Por otro lado, el episodio impulsó una revisión interna en los organismos de emergencia, que han comenzado a fortalecer protocolos y ampliar la capacitación local. También se han promovido iniciativas para mejorar la comunicación entre autoridades y comunidades, buscando evitar la desinformación y la sensación de abandono.
Este sistema frontal no solo fue un fenómeno meteorológico, sino un desafío social y político que dejó enseñanzas claras: la gestión del riesgo debe ser integral, con mirada territorial y participación ciudadana, y debe anticipar la creciente frecuencia e intensidad de eventos climáticos extremos. La tensión entre la narrativa oficial y la experiencia local invita a una reflexión profunda sobre cómo Chile enfrenta sus vulnerabilidades y construye resiliencia.
El temporal de marzo de 2025, lejos de ser un episodio aislado, se inscribe en una trama mayor que involucra cambio climático, desigualdad regional y capacidades estatales. Entender sus múltiples dimensiones es clave para no repetir errores y avanzar hacia un país mejor preparado y más justo.
2025-09-02