
El 26 de marzo de 2025, a las 04:16 horas, un sismo de magnitud 4.4 se registró a 94 kilómetros al noroeste de Punta Arenas, con una profundidad de 13 kilómetros, según reportó el Centro Sismológico Nacional de la Universidad de Chile. Aunque la intensidad no causó daños mayores, el movimiento volvió a encender la alarma en una región acostumbrada a la actividad tectónica, pero que aún debate sobre su capacidad de respuesta y preparación.
En el epicentro del fenómeno, la comunidad de Magallanes vivió un despertar abrupto. Para algunos, fue un recordatorio de la vulnerabilidad geográfica que Chile enfrenta como país ubicado en el límite de las placas de Nazca y Sudamericana. Para otros, una prueba más sobre la eficacia de las políticas públicas en materia de prevención y respuesta ante desastres naturales.
“El temblor nos sacudió, pero lo que realmente nos preocupa es si estamos preparados para un evento de mayor magnitud,” afirmó una vecina de Punta Arenas, reflejando una inquietud compartida por muchos habitantes de la región.
Desde el gobierno, la respuesta oficial fue rápida y orientada a la calma. El Servicio Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres (Senapred) reiteró sus recomendaciones para actuar ante sismos, enfatizando la importancia de mantener la calma y seguir los protocolos establecidos. Sin embargo, la oposición y organizaciones sociales cuestionaron la inversión y la planificación en materia de infraestructura segura y educación ciudadana.
“No basta con comunicar qué hacer durante un sismo si las viviendas y edificios públicos no están adecuadamente reforzados,” declaró un diputado opositor, poniendo sobre la mesa la necesidad de reformas estructurales.
En contraste, desde el oficialismo se destacó el avance en programas de mitigación y la modernización de los sistemas de alerta temprana, que, según sus argumentos, han mejorado la capacidad de respuesta en las últimas décadas.
Organizaciones comunitarias y expertos en gestión de riesgos han señalado que, más allá de la tecnología y la normativa, el desafío radica en la educación y la cultura de prevención. La experiencia del sismo de marzo mostró, por ejemplo, que muchas personas desconocían las rutas de evacuación o los puntos seguros en sus barrios.
“La preparación no es solo un asunto técnico, es un compromiso social que debe permear todos los niveles,” explicó una académica de la Universidad de Magallanes.
A casi nueve meses del sismo, se puede concluir que Chile sigue enfrentando una tensión constante entre su condición geológica y su capacidad institucional y social para responder a ella. La experiencia reciente reafirma la necesidad de fortalecer no solo la infraestructura, sino también la educación y la coordinación comunitaria.
La tragedia ajena, en este caso, no se ha materializado, pero la sombra de un evento mayor permanece. La historia de Chile con los terremotos es larga y dolorosa, y la memoria colectiva parece jugar un rol crucial en la preparación futura. La pregunta que queda en el aire es si la sociedad, en su conjunto, podrá transformar la inquietud en acciones concretas y sostenidas, o si la rutina de la normalidad post-temblor volverá a adormecer la alerta.
En definitiva, el sismo de marzo ha sido un llamado de atención que aún no encuentra respuestas definitivas, pero que ha puesto en primer plano la complejidad de convivir con la naturaleza en un país sísmico como Chile.